Por Santiago Alba
Calicles: está muy bien ser delgado en la medida en que se está creciendo y no es por tanto una vergüenza mostrarse escueto de carnes mientras se es joven; pero, si cuando uno es ya hombre de edad sigue siendo delgado, el hecho resulta ridículo, Sócrates, y yo experimento la misma impresión ante los que no han engordado que ante los que pronuncian mal o juguetean. Viendo a un joven delgado me complazco, me parece adecuado y considero que este hombre es un ser libre. Pero, en cambio, cuando veo a un hombre de edad que no ha ganado peso y sigue empeñado en mantenerse esbelto, creo, oh Sócrates, que este hombre debe ser azotado. (Gorgias-Platón).
Kafka, que destapó hacia adentro el universo, era un hombre delgado inexorablemente atraído hacia su propio cuerpo como hacia el centro de una batalla moral. Siempre atento a un ascetismo alimentario que fue puliendo y extremando con los años, ambigua penitencia mediante la que protegía al mundo al tiempo que se protegía de él, concebía su vegetarianismo como una práctica de autofagia expiatoria, el hábito de un carnívoro introspectivo que se limitaba a comerse al culpable de su apetito. «Los vegetarianos», le decía Kafka al joven Gustav Janouch ya al final de su vida, «sólo vivimos de nuestra propia carne», y es difícil no oponer esta amarga apología de la delgadez, como pureza resignada e inconclusa, a otro pasaje, citado también por Janouch, en el que Kafka comenta de esta manera un dibujo de George Grosz: «El hombre gordo con el sombrero de copa persigue a los pobres: eso es correcto. Pero el hombre gordo es el capitalismo, y eso ya no es tan correcto. El hombre gordo domina al hombre pobre dentro de un sistema determinado, pero él no es el sistema. Al contrario: el hombre gordo también lleva cadenas que no están representadas en el dibujo. El capitalismo es un sistema de dependencias que van de dentro a fuera, de fuera a dentro, de arriba abajo y de abajo arriba. Todo depende de todo, todo está atado. El capitalismo es un estado del mundo y del alma». Pero no nos engañemos: entre el hombre flaco que se alimenta de su propia carne y el hombre gordo que se alimenta de la carne ajena (prisioneros ambos de «un estado del mundo y del alma»), la oposición sólo es alegórica. Kafka, atado a su delgadez como a los remordimientos de un delito, vivía en la vergüenza de un cuerpo que evitaba los espejos y al que humillaban los sastres; ese puñado de miembros dispersos unidos por un alambre (en el que «no hay suficiente sangre para regar las extremidades») se interponía, como una diferencia de raza o de clase, en su compromiso con Felice y la desconfianza de la sra. Bauer, maternalmente inquieta por la felicidad de su hija, sospechaba menos de las rarezas del escritor que de la endeblez de su constitución. Kafka, que no bebía ni fumaba, que evitaba el te como un veneno, siempre pendiente de la alimentación de su novia (cuya dieta analizaba y vigilaba minuciosamente desde lejos), no concebía sin embargo esta disciplina dietética como un principio general sino, al contrario, como la regla desdichada de una supervivencia individual. En una carta fechada en enero de 1913, escribe a Felice con una mezcla de nostalgia y de ironía: «Mis relaciones con las comidas y bebidas de las que jamás comería ni bebería salvo en caso de extrema necesidad no son las que cabría esperar. Nada me produce mayor placer que contemplar a los demás comer esas cosas. Si estoy sentado a una mesa con diez amigos y los diez toman café solo, al verles me entra una especie de sensación de beatitud. Ya puede humear la carne a mi alrededor, las jarras de cerveza ser vaciadas a grandes tragos, esas jugosas salchichas judías (al menos aquí en Praga se estilan así, son rollizas como ratas de agua) ser cortadas en rodajas por todos mis parientes en torno mío, todas esas cosas, e incluso peores, no me contrarían lo más mínimo, sino que, por el contrario, me provocan un verdadero bienestar». Tras entretenerse en describir muy literariamente el sonido que produce el cuchillo al pinchar «la tensa piel» de las salchichas, acústica reminiscencia de su infancia, y admitir que sería «una locura no ceder a su atracción», Kafka insiste en «la serenidad totalmente desprovista de envidia que la contemplación del placer de los demás provoca en mí» y en «la admiración ante un paladar que se da en mis parientes y amistades más próximas y que para mí, en cambio, es absolutamente extravagante». Kafka, pues, no se sentía orgulloso de su delgadez ni despreciaba a los gordos. Hacerlo no formaba parte de las convenciones de su época y, mucho menos, de su intranquilo universo mental. En una entrada de su diario o en otra de las cartas dirigidas a su novia -no recuerdo bien- cuenta cómo al salir un día de casa tras un enfrentamiento con su padre tropezó en la calle con uno de esos gordos luminosos, felices, vegetales, hijo de la tierra y no de una clase -ejemplar de una era hoy desaparecida- y se sintió «regañado» por la salud física y moral que irradiaban a su alrededor, como un medio ambiente más habitable, sus anchos mofletes colorados. Mientras administraba su enfermedad en límites cada vez más angostos y daba de comer espinacas al alambre sobre el que se sostenía, Kafka aspiraba a una «gordura moral» que no se alimentase ni de sí misma ni de los otros: una gordura -para él inalcanzable- alimentada, a través de los ojos y de las manos, de viento, hojas, elefantes, pechos, chistes, hogueras; una gordura alimentada, en definitiva, por la gran despensa del mundo común.
Que la literatura conserva una misteriosa autonomía después de que el psicoanálisis, la sociología y la política hayan vaciado sus obras lo demuestra el hecho de que podamos admirar los libros de Kafka y, al mismo tiempo, los de Chesterton y Dickens sin sentirnos obligados a tomar partido. ¿Qué enigmática «raíz común» comparten en nuestro gusto estos recíprocos extranjeros y cómo nombrarla sino del modo más primitivo e insatisfactorio, a través de esa especie de advocación mariana que llamamos «genio» o «grandeza literaria»? En todo caso, podemos aventurar quizás que Kafka admiraba a Chesterton y Dickens por algo que a él le faltaba y que los dos formidables ingleses poseían por igual, algo que procedía o al menos se escenificaba en sus distintas y respectivas maneras de acarrear un cuerpo por este mundo y que podríamos describir sumariamente diciendo que, si Kafka destapó hacia adentro el universo, Chesterton y Dickens, como sólo se puede hacer con las botellas de vino en buen estado, lo descorcharon hacia el cielo y sobre el mantel. «La vida es tan inconmensurablemente grande y profunda», confesó Kafka a Janouch durante uno de sus paseos al anochecer, «como el abismo de estrellas que hay encima de nosotros. Sólo podemos mirarla a través de la pequeña mirilla de nuestra propia existencia, aunque con ella sentimos más de lo que vemos. Por eso es esencial mantenerla siempre bien limpia». Pues bien, Kafka comprendía, un poco contra sí mismo y a favor de su extraordinaria escritura, lo que nosotros también percibimos apenas nos dejamos caer por los locales del club Pickwick o por la taberna del Viejo Navío; que Dickens y Chesterton eran, sobre todo, dos «mirillas limpias» en dos cuerpos redondos.
En algún momento de su juventud, Franz Kafka declaró su propósito de convertirse en un Dickens en lengua alemana y El Fogonero debe mucho, según propia confesión, a Tiempos difíciles, aunque lo cierto es que su obra prolonga más bien, y deforma en sombras metafísicas, las zonas menos solares de los temas dickensianos: la ley inextricable, el tribunal vagaroso, la condena inapelable. En cuanto a Chesterton, que fue belicoso pero nunca sombrío, Kafka penetró en él como un rayo de sol: «Es tan gracioso que casi se podría pensar que ha encontrado a Dios». No estoy seguro de que el jocoso gigante que inventó al padre Brown no se inventase también a Dios, o lo fabricase, como se fabrica una lente especial para ver grandes las cosas grandes y pequeñas las cosas pequeñas, y ver verde la hierba y la nieve blanca, según ese milagro del realismo que él precisamente atribuye a su admiradísimo Dickens: «sueña algo disparatado», prescribe, «sueña que la hierba es verde». Pero lo imagino muy bien -a Chesterton- a las puertas del cielo luciendo con orgullo en la pechera esta divisa («es tan gracioso que casi se podría pensar que ha encontrado a Dios») como recomendación para ese Juez supremo que su propia risa habría creado a su imagen y semejanza, tan barrigudo y festivo como para perdonarle su paso por la ouija, su catolicismo pagano y sus falstaffianos excesos de ogro del Bien.
Confieso que a veces confundo a Dickens y Chesterton en mi cabeza, de lo que sin duda tiene la culpa la extraordinaria biografía que uno de ellos escribió sobre el otro: «Charles Dickens-G.K. Chesterton», y la propia sucesión de los dos nombres en la portada del libro ha contribuido siempre a esta aleación singular que me impide ya saber si fue Chesterton el que escribió la biografía de Dickens o, al contrario, Dickens el que escribió la biografía de Chesterton; si Chesterton fue uno de los personajes de Dickens (habría hecho un gran papel en el París revolucionario de Historia de dos ciudades o como compañero de Dick, el estrafalario huésped de la estrafalaria tía de David Copperfield) o si fue más bien Chesterton el que creó retrospectivamente a Dickens para que éste escribiera los libros que él iba a leer más tarde y sobre los que iba a escribir una de sus mejores obras. En todo caso, hay que decir que esta confusión tiene un fundamento más serio. Si Kafka era un hombre delgado, Chesterton y Dickens eran, cada uno a su manera, dos hombres «gordos». Chesterton, claro, era un gordo clásico, natural, majestuoso, un gordo monumental, un gordo mitológico, el gordo por antonomasia, el «eidos» de gordo paseándose con bastón, como la nariz de Gogol, por las calles de Londres. Era tan gordo que solía repetir una broma en torno a su generosa cortesía, que le había llevado a ceder su asiento en el metro a tres señoras; era tan gordo que, más que vestirse, se cubría como un mueble con esa capa kilométrica y ese sombrero de ala ancha que lo inmortalizaron para siempre; era tan gordo que, tras su muerte, hubo que sacar el féretro que contenía su cuerpo por la ventana («no soy tan gordo como parezco», se burló de sí mismo durante una de sus famosas conferencias, «es que me ven ustedes amplificado por el micrófono»). Como es sabido, su interminable polémica con el íntimo enemigo Bernard Shaw comprometía oposiciones decisivas para la humanidad, socialismo o distribucionismo, ateismo o religión, Nietzsche o San Francisco, pero presuponía sobre todo un choque de temperamentos, escenificado en la irreconciliable diferencia de dos menús y dos tamaños. Algunas anécdotas partidistas ilustran este combate de especies -las razones de la grulla y las del hipopótamo- al tiempo que el extraordinario volumen de nuestro Chesterton. Los secuaces de Shaw cuentan que en una ocasión aquél abordó al maestro burlándose de su delgadez: «Al verte, se diría que no hay suficiente comida en este mundo»; a lo que Shaw habría contestado: «Al verte, se diría, en efecto, que te la has comido toda tú». Los secuaces de Chesterton, en cambio, contamos otra historia en la que el vencedor es nuestro paladín; Shaw se habría burlado de su obesidad con una interpelación un poco truculenta: «Si yo estuviera tan gordo como tú, me ahorcaría», y Chesterton habría contestado como un rayo: «Si llegase algún día a pensar en ahorcarme, te usaría a ti como soga». Podré parecer parcial, pero lo cierto es que la réplica de Shaw es, por así decirlo, mecánica mientras que la de Chesterton es paralógica y, por lo tanto, tiene mucha más gracia, mucha más «comicidad» o, según la intuición de Kafka, mucho más Dios en su interior.
Dickens, por su parte, no fue exactamente gordo. Más bien delicado y flacucho en su infancia y adolescencia, supo sin embargo corregirse con el tiempo y, como en la cita del Gorgias amañada en el encabezamiento, se fue redondeando y recauchutando poco a poco hasta conquistar esa silueta de alubia o de haba con sombrero que asociamos al caballero medio del siglo XIX. Pero la «gordura moral» decantada en las citas nostálgicas de Kafka -incluida la de las «tensas salchichas» y las «carnes humeantes»- cubre con su levadura piscológica el conjunto de la narrativa dickensiana. Junto a piezas por contraste mucho más débiles, Charles Dickens escribió cinco novelas extraordinarias (Tiempos difíciles, Grandes Esperanzas, Historia de dos ciudades, David Copperfield y Casa Desolada) y una catedral o una pirámide, una de esas obras cuyo personaje, a igual título que D. Quijote, Pantagruel, D. Juan o Ulises, eclipsan de tal manera a su autor que acaban por convertirse en creadores de su creador o en creaciones colectivas: me refiero, claro, a Los papeles póstumos del club Pickwick, el primerizo y ya insuperable folletín de un joven de 24 años al que los editores Chapmann & Hall escogieron casi al azar en 1836 para que «ilustrara» literariamente las caricaturas del dibujante Seymour. Podemos dividir las novelas en general -y habría que extraer de esa diferencia conclusiones literarias muy serias- entre aquéllas en las que los personajes comen y aquéllas otras en las que los personajes no comen. En todas las novelas de Dickens, e incluso en los pasajes más severos, hay una tregua alimenticia en la que sus criaturas, de vuelta de un desastre o a punto de sumergirse en una encrucijada, miden toda la tragedia de lo que pueden perder o toda la alegría de lo que pueden ganar. Pero en Pickwick la comida y la bebida pertenecen -mucho más- al orden de los acontecimientos, se inscriben en la trama como la ocasión y el colofón de todas las aventuras. Novela de un solterón itinerante que «busca antigüedades y encuentra siempre novedades» -dirá Chesterton-, Los papeles póstumos del club Pickwich relata en realidad una sucesión de paradas en ventas, posadas, tabernas, fondas de estación, casas de campo, restaurantes y figones -e incluso la sórdida prisión de deudores en la que Pickwick repara con dignidad kantiana el ridículo episodio de la viuda Bardell-, en cuyos caldeados locales, protegidos contra la monótona lluvia inglesa, las criaturas más extravagantes, las más nobles, las más cómicas, las más patéticas, las más simpáticas, beben sin parar vino malo, cerveza tibia y ponche caliente (¡y hasta aguardiente con especias!) y engullen sin parar también cabezas de cerdo, pasteles de pichón, lenguas de vaca y jamón cocido, todas esas porquerías con las que Inglaterra se ha ganado la incomprensión del resto del mundo pero que se presentan aquí, en el centro de muchas humanidades convergentes, tan apetecibles y atractivas como El Dorado para un conquistador, lo que sólo puede ocurrir en virtud de esa forma de voluptuosidad que Chesterton, al analizar los ambientes dickensianos, prefiere llamar cosiness que comfort y que incluye, como su elemento más irreductible, «el amor a lo que es pequeño por su pequeñez misma». El que quiere ponerse alegre, dice Chesterton, «necesita un agradable cuarto de estar; no daría dos perras gordas por todo un Continente delicioso», a lo que añade con su irresistible tendencia a extraer conclusiones políticas de todos los rincones donde se ocultara una: «Pero en estos tiempos de dificultades se ha hecho necesario luchar por más espacio. En lugar de apetecer más cerveza o un pedazo mayor de tarta de Navidad, sentimos hambre de más aire. En condiciones anormales, no es improcedente esta apetencia; nada conviene mejor a gente nerviosa que la estepa ilimitada. Pero nuestros padres se sentían con suficiente capacidad vital y con bastante salud para humanizar las cosas; el que fuesen o no higiénicas no les importaba para nada. Eran tan grandes, que podían meterse en cuartos pequeños». La vida del itinerante Pickwick y de sus inefables amigos transcurre toda ella en cuartos pequeños con las ventanas cerradas, en veinte metros cuadrados iluminados por el fuego de una chimenea y cargados del humo del tabaco y del vapor que se levanta de entre las ruinas de algún pobre animal estofado alegremente en la cocina. Ahí dentro, el mundo es mucho más amplio, rico e interesante que en los mares del Sur o en el corazón de las Tinieblas.
Pero es que además la mayor parte de los personajes del Pickwick, al menos los que reclaman y obtienen nuestra amistad, son gordos o llegarán a serlo. En una sociedad casi inmaterial como la nuestra, en la que lo decisivo se ha vuelto microscópico, en la que el capitalista con sombrero ha adelgazado hasta la invisibilidad mientras nuestros jóvenes sólo pueden seguirle hasta la anorexia y en la que la «clase ociosa» ha dejado de emitir signos corporales, se nos olvida fácilmente que en la época de Dickens -en la que aún vivían Kafka y Chesterton, casi coetáneos entre sí- era todavía el cuerpo el que medía y ordenaba simbólicamente, y en el que se reflejaban, las relaciones más abstractas. El éxito de la falsa ciencia llamada «fisiognómica» es sólo una de las manifestaciones de este empirismo social que define también los cánones de la novela del XIX, cuyas descripciones idiosincrásicas parecen seguir a Lavater y Lombroso -volumen, narices, bocas, cejas- a la hora de proporcionar al lector una imagen moral de los personajes. En el siglo XIX, que sólo acaba definitivamente con la segunda guerra mundial, no sólo el Poder es gordo; también la Dignidad, la Simpatía, la Cultura, la Virtud, la Belleza y la Salud son gordas o, al menos, voluminosas. En esa época las madres, como la de Felice Bauer, no casaban a sus hijas con hombres delgados y los hombres, por su parte, no escogían a mujeres flacas como esposas y, mucho menos, como amantes. En este sentido, la bulliciosa galería de los personajes pickwickianos se divide tajantemente en dos facciones que sólo raramente mezclan sus rasgos. Los miembros de la odiosa clase togada, siempre maquinando contra la humanidad desde sus despachos, no sólo no tienen alma: tampoco tienen carne. Así, por ejemplo, Mr. Perker, el procurador de Mr. Wardle, es un «hombrecito enjuto»; por su parte, Mr. Fogg, el pérfido abogado que extorsiona a Pickwick, es un viejo enflaquecido, lleno de granos y «con aspecto de vegetariano»; y si Mr. Dodson, el socio terrible de Fogg, es un hombre gordo, Dickens lo precipita enseguida con un adjetivo inequívoco al báratro de «los capitalistas gordos con sombrero que persiguen a los pobres»: Dodson, en efecto, es un gordo «grasiento». También la clase política, poco apreciada por Dickens, está representada en su novela por hombres delgados, como lo son Fizkin y Slumkey, los dos absurdos candidatos enfrentados en las elecciones de Eatansville, o el no menos ridículo editor de la gaceta de la ciudad, Mr. Pott. También Jingle y Trotter, los dos granujas que hacen la vida imposible al bueno de Pickwick, son «flacos y de ojos hundidos» (o de cara ancha, pero esmirriados de cuerpo), y van adelgazando aún más a medida que avanza la narración, hasta que nuestro héroe con polainas los salva, en el último momento, de la consunción. En cambio, del otro lado, Pickwick, el simpatiquísimo Wardle y el fiel Tupman son francamente gordos; Snodgrass es «fornido»; Winkle, el más joven del club, se las da de deportista; a Sam Weller, el ingeniosísimo, inigualable, mítico criado y protector de Mr. Pickwick, lo dejamos aún joven a punto de casarse, pero la magnífica silueta de su padre, el cochero Weller, prefigura su destino corporal; Benjamin Allen, el extravagante estudiante de medicina, es un «tosco y corpulento mozo» y, en cuanto a su amigo Bob Sawyer, no conservará mucho tiempo su figura de dandy: «Si con la precisión que puede poner un matemático y las conclusiones que puede sacar un médico», escribe alborozadamente Chesterton, «llevásemos la cuenta de los vasos de cerveza y las copas de cognac que se toma míster Bob Sawyer, nos anegaría la suma como a una playa la marea». El extremo de la gordura, ya un poco enfermiza, como para marcar también la mesopotamia -o línea media- de la normalidad, lo encarna José, el criadito de mr. Wardle, el cual no deja de ser, en todo caso y a pesar de su glotonería insaciable, un paradigma de inocencia hilarante.
La cuestión alimenticia no es, como podría creerse, un simple recurso narrativo; al contrario, esta batalla entre gordos y flacos -y quien lo afirma es un gordo fallido o un flaco arrepentido- recubre y conduce una batalla total, un combate que es al mismo tiempo filosófico, político y social. Dickens y Chesterton eran dos mirillas limpias en dos cuerpos redondos que compartieron una misma sensibilidad para con los fabulosos logros antropológicos del Hombre Común, esa especie ahora en extinción que, en relación con la universalidad que contiene, es quizás tan genuinamente inglesa como es francés el Hombre Rebelde o alemán el Hombre Filosofante. La diferencia estriba en que mientras Dickens pudo limitarse a describirlo -al Hombre Común-, llevando a su cima el género novelístico con una obra para todos los públicos, «tan llana que incluso los doctos exquisitos pueden entenderla», Chesterton tuvo que dedicarse ya a defenderlo, porque estaba en peligro, dando así al panfleto, por primera vez, una verdadera dignidad literaria. Dickens no admite adaptaciones porque trabajó con la cursilería, el melodrama, la payasada, el sentimentalismo -los cuatro elementos de la cultura popular- para desmentir las jerarquías de género mediante las cuales las clases altas monopolizan, al mismo tiempo que la riqueza y la justicia, la «calidad artística». Chesterton, por su parte, no admite lecturas sólo placenteras porque obligó a leer con irresistible placer, y en todos los registros, una especie de desternillante libelo a favor de las casas, los cuerpos y la cerveza. Pero, ¿de qué había que defenderlos? De todas las formas de misticismo -religiosas, políticas o morales- pero sobre todo de ese misticismo armado, constituyente, imparable, avasallante y mortal que abriga en su propia naturaleza la superación permanente de todos los límites: el capitalismo. El Hombre Común no está ni al principio ni al final de la historia sino en el medio, como resultado o descubrimiento histórico que la Historia está a punto de sobrepasar y que hay que proteger no porque sea más antiguo o más tradicional o más natural sino porque es mucho más sensato; y a cuyos enemigos hay que combatir no porque sean más nuevos o más heterodoxos o más artificiales sino porque son -con su combinación de terror material y de higienismo desintegrador- mucho más irracionales y destructivos.
Pero la cuestión alimenticia, ¿no es precisamente la cuestión del capitalismo? Digamos que hay tres formas posibles de comer, tal y como analizamos sumariamente a continuación:
1. Por debajo del Hombre está el hambre. Basta pensar en las películas de Charlot (el Dickens del cine) para calibrar en toda su tragedia hasta qué punto el hambre se alimenta siempre en solitario y a toda velocidad, porque si se reúne con otras hambres o sencillamente se detiene, inmediatamente aparece la policía. La comicidad muda de Chaplin a 18 fotogramas por minuto ilumina, más que amortigua, la inquietante sombra que acecha los ansiosos banquetes de su personaje, siempre a la carrera, comiendo plato tras plato en el restaurante que no podrá pagar o devorando al pie de un arbolito urbano o de una cadena de montaje un muslo de pollo -a sus espaldas ya la porra erguida o la aguja del reloj apuntando el cero- o dando dentelladas a una manzana que le quieren quitar y que tiene que acabarse sin dejar de correr contra ese fondo negro de peatones acelerados y casas repetidas. La obra de Dickens está también poblada de hombres delgados que se mueren de hambre y que comen solos, deprisa y con miedo, en las calles de Londres: los obreros de Tiempos Difíciles, los jóvenes rotos de Oliver Twist o el conmovedor Joe de Casa Desolada, al que los bobys obligan siempre a circular y circular («circule», «circule», «circule», como las norias y las mercancías) cada vez que se para a tomar aliento, ese Joe (como ese Charlot) en el que quizás pensaba Chesterton cuando escribió acerca de uno de sus propios personajes: «tuvo disgustos con la policía, lo cual es en sí mismo casi un signo de santidad». Lo paradójico, en cualquier caso, es que esta experiencia de la comida solitaria y a la carrera, propia del hambre, se ha generalizado en nuestras sociedades occidentales como la característica específica del consumo, el cual lleva a millones de hombres y mujeres en esta parte del mundo, perseguidos no ya por la policía sino por la Civilización, a comer con la vista baja, sin dejar de correr y sin compañía, los nefandos condumios del fast food. Como paradójico resulta también que esta experiencia de la comida rápida y solitaria, propia del hambre, entre nosotros produzca gordos (aunque no del tipo satisfecho, luminoso, vegetal, que era Chesterton, admiraba Kafka y describía Dickens sino un nuevo tipo de gordo, enfermizo y desdichado, inducido y al mismo tiempo condenado por su sociedad, tan centrado en su cuerpo y tan poco en el mundo como les ocurre a los que se están muriendo de hambre). La pobreza mental y antropológica, al contrario que la económica, genera obesidad y, al igual que la económica, genera más hambre.
2. Por encima del Hombre está también el hambre, pero ese hambre de aire y de espacio, como decía Chesterton, o de lebensraum, como lo llamaba Hitler, o de nuevos mercados, como diría Bush: el hambre sobrehumana de los que se comen países enteros al tiempo que vigilan su línea o importan espiritualidad superior de las mismas culturas que materialmente aniquilan. Que los vegetarianos «gordos», entre los cuales tengo algunos amigos que admiro, no se inquieten; si el viejo Chesterton defendió «la institución de la chuleta y la cerveza», lo hizo también o sobre todo contra el superhombre; es decir, contra el hambriento elitista que sólo se prohíbe los gustos de los pobres y sólo renuncia a lo que sus víctimas pueden comer. Contra este «vegetarianismo de los ricos» escribió su hilarante La Taberna Errante, donde el lector avisado observará que nunca se come carne; Patrick Dalroy y Humphrey Pump, los dos fugitivos que razonan de un modo tan ingenioso contra los nuevos pitagóricos que se han apoderado de Inglaterra y han cerrado las tabernas, sólo comen queso y algunas verduras recogidas al galope y cocinadas en un fuego de campamento, convertido ahora en el refugio de urgencia de la Humanidad. En Alarmas y Digresiones, por lo demás, Chesterton cuenta su experiencia gastronómica durante un gira de conferencias a través de Inglaterra, gira en la que se vio obligado a comer cuatro días sucesivos en cuatro posadas diferentes donde sólo servían pan y queso; «y no puedo imaginarme», dice, «por qué un hombre puede desear más que pan y queso, si puede hallar bastante cantidad de ambos». Lo que en realidad Chesterton no podía soportar eran las galletas. A su regreso del mencionado viaje, acudió a un refinado restaurante de Londres en el que, además de muchas y muy variadas viandas, le sirvieron también queso -como él esperaba y deseaba- pero cortado en «despreciables pedacitos» y acompañado de… ¡galletas! «¡Galletas para alguien que ha comido el queso en nuestras campiñas! ¡Galletas para alguien que ha vuelto a probar la santidad de los antiguos esponsales del pan y del queso! Me dirigí al camarero con cálidas y conmovedoras palabras. Le pregunté quién era él para separar lo que la humanidad había unido. Le pregunté si, como artista, no sentía que una sustancia sólida pero dócil como el queso armonizaba naturalmente con una sustancia sólida y dócil como el pan; comerlo con galletas era como comerlo con trozos de pizarra». Como el propio Chesterton declara, fue en parte esta historia de las galletas la que le llevó a elevar su voz contra la sociedad moderna, para evitar «este enorme mal moderno y sin par» de que el pan sea sustituido por galletas, las manos de medir por aparatos de calcular y el hombre «rígido» de las tabernas por el hombre «flexible» de las maquiladoras. El superhombre -o superhambre- come países y galletas; y las galletas las come, sentado al extremo de una larga mesa, barricada contra el mundo, no porque le gusten o le parezcan más sanas sino porque el pan, como la democracia, es cosa de todos. Esta es la revuelta de Chesterton: la ligera galleta -de los que sobrevuelan el mundo común para comerse, como Rhodes, las estrellas- es el privilegio sectario de los que roban el pan a los demás.
3. Entre el hambre infrahumano y el hambre sobrehumano, entre la inhumanidad del consumo y la sobrehumanidad de la guerra, el Hombre Común, u Hombre A Secas, constituye la mesopotamia de la evolución, la tierra entre los dos ríos en la que deberíamos quizás pararnos, si es que estamos todavía a tiempo, para salvar no sólo las categorías antropológicas que han conservado hasta hoy este mundo de pie, aunque sea malo, sino también las categorías políticas (pueblo, contrato, asamblea) que nos permitirán mejorarlo. El hombre común es, sobre todo, un hombre limitado: come mucho, pero no muchas veces; come sentado y, por lo tanto, en un territorio; come en compañía y, por lo tanto, en un territorio común. La salud misma de eso que los griegos llamaban syskenia -la reunión en torno a un plato de comida- se manifiesta en el hecho de que «la chuleta y la cerveza», así separadas de la reproducción biológica, presuponen y afirman las condiciones mismas de esa humanidad que estamos a punto de superar: la protección del tiempo, la seguridad del espacio, la renuncia al canibalismo, la pasión del relato. La batalla de los gordos y los flacos es, en realidad, la batalla entre los idólatras que tropiezan y los iconoclastas que allanan, entre los rebeldes adoradores de sólidos y los puritanos adoradores de líquidos, entre una religión de algo y una religión de infinito. «Nadie quisiera de verdad», dice Chesterton en uno de sus muchos elogios del paganismo, «que una canción durara siempre, o que una función religiosa durara siempre, y ni siquiera que un vaso de buena cerveza durara siempre. Y en esto estriba seguramente la razón de que los hombres hayan seguido hacia la idea de santidad el curso que han seguido, de por qué le han señalado espacios particulares, la han limitado a días especiales, la han adorado en una estatua de marfil, la han adorado en una masa de piedra». El hambre de aire, de lebensraum o de nuevos mercados, espolea la mística sobrehumana del capitalismo y su destrucción infinita. Frente a ella, tenemos que volver a una destrucción limitada. El Superhombre -o superhambre- sacrifica todos los días decenas de países, millones de recursos, cuatro mil millones de hombres. Quizás el Hombre Común podría conformarse con espinacas -a condición de que sean abundantes-, pero Chesterton se pregunta si no podríamos dejarle sacrificar de vez en cuando un pollo, si la adoración de un pollo muerto alrededor de una mesa -acompañada de salmos de queso y efusión de vino- no es la condición irrenunciable para que sigamos creyendo en el verdor de la hierba, en la verdad del lenguaje, en la honradez del médico, en la independencia del juez, en la pasión de la novia y, en general y por eso mismo, en la igualdad moral de todos los hombres. ¿O acaso no es más «franciscano» criar a una bestia, ponerle nombre, pasearla con un lazo entre los vecinos y luego matarla como a una amiga, tal y como hacen los musulmanes en su Aid, que no quitarle a un enemigo sus riquezas, bombardear su casa, negarle el nombre y luego matarlo como a una bestia?
En una sociedad cuya ley es precisamente el cambio ininterrumpido, los que queremos cambiarla deberíamos empezar quizás por preguntarnos qué nos gustaría conservar. Dickens nos ofrece un buen muestrario, incluidas la cursilería, las payasadas y el sentimentalismo. Chesterton, por su parte, debe guiarnos hacia la recuperación literaria del panfleto, cuya decadencia en nuestros días es inversamente proporcional a su necesidad. Los dos nos demuestran, en cualquier caso, que si las revoluciones han acabado siempre por fracasar se debe quizás a que una y otra vez las han hecho sobre todo hombres delgados -figuradamente al menos, aunque no sólo. Nuestra obligación a partir de ahora debe ser, pues, la de engordar…
En: Máquina de coser palabras y Rebelión
Originalmente publicado en revista Archipiélago Nº 65, abril 2005.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…