El con caballo, un cuento de Manuel Vargas

SUSANO PEÑA HABÍA SIDO arrastrado por el río hasta quedar inconsciente en la arena de la playa. Cuando despertó, descalzo y con las ropas deshechas, lentamente se incorporó para buscar a su caballo, que pacía tranquilo en un claro del monte. Recuperó parte de su alforja con el avío y restos de la montura. Luego se fue río arriba con su caballo de tiro, alegre de seguir vivo después de dormir una noche en el barro.

Estuvo caminando de arriba abajo sin lograr orientarse, al anochecer tomó una senda llena de rastros frescos de ganado. El caballo sornajeaba y movía las orejas, ya a la derecha, ya al frente o a la izquierda. Dejó el monte alto y apareció en un chaco nuevo, frente a un perchel por cuyos intersticios salía luz. Un ladrido seco lo hizo detenerse a pocos pasos de la palizada, se acercó despacio hasta apoyar los brazos en la tranca. Al otro lado, el perro sonreía, sentado, ladeando la cabeza.

Cuando el hombre quiso hablar, su voz se escuchó apenas. ¡Don Lucio! ¡Cumpa Lucio! El perro volvió a ladrar. Siguió ladrando hasta que se abrió la puerta del perchel dando paso a una mujer con una vela. El hombre quiso gritar otra vez, la mujer sólo oyó un quejido ronco que la hizo retroceder dando un grito y cerró la puerta de un empujón.

El hombre se tocaba la garganta, nervioso ante los continuos ladridos del perro. ¿Por qué no lo reconocían? ¿No estaría su compadre Lucio Coca? Trató de toser para que volviera su voz, cuando apareció en la puerta su compadre ajustándose el cinturón y bajando hacia la tranca para hacer callar al perro.

-¿Quién es? -dijo restregándose los ojos.

-Don Lucio -carraspeó el hombre-, soy yo, su compadre. Me llevó el río y recién he podido levantarme esta mañana.

-Ah, usted es el alma del finao Susano Peña, ahogado hace una semana. ¿Cómo es que se levantó esta mañana? Su cuerpo ya estará en el río Masicure. ¡Pobre mi compadre!

-Está desvariando, cumpa, yo estoy vivo.

-¿Qué ha hecho, cumpito, pa andar así penando? ¿Por qué viene a mi casa y asusta a mi mujer?, ¿acaso le hice yo algún mal?, ¿le debo algo, cumpa Susano? ¿Y ahora qué hago pa calmar a mi mujer? ¡Está temblando en la cama!

-¿No me invita a pasar, compadre? Usté siempre ha sido mi compadre, ¿no me va a invitar un plato de comida como siempre? ¡Todito el día he andado!

-Pero ahora usté está muerto. ¿Cómo va a entrar a mi casa?, ¡se pueden congestionar las guaguas! ¡Se puede morir mi mujer! ¿Qué puedo hacer, más vale, pa que descanse en paz?

El hombre comenzó a temblar, le salió un quejido que hizo retroceder de un salto a Lucio Coca.

-¡Cumpa! ¡Creo que me va a hacer asustar a mí más! -dijo haciendo una cruz con los dedos-. Le prometo rezarle mis oraciones cada mañana y cada anochecer hasta que ya no pene. ¿Se le ofrece algo más, señor?

-Un platito de comida, señor.

Lucio Coca se alejó, al rato volvió a la palizada y asentó un plato de comida sobre una piedra, luego se acercó a la tranca diciendo:

-Alma que penas y sufres, yo siempre le di a mi cumpa un plato de comida. Come, si puedes, yo vuelvo a mi perchel a cuidar a mi mujer -y corrió hacia la escalera.

Al otro día Lucio Coca encontró el plato limpio sobre la piedra y se sintió tranquilo; le dijo a su mujer que, a partir de ahora, cada noche tendrían que rezar por el descanso del alma de Susano Peña, “tal vez así te calme esa tembladera”.

II

Susano ya sabía dónde estaba. Del perchel de Lucio Coca tenía que continuar río arriba una legua para llegar al suyo, allí no había nadie, pues su familia vivía en Huasacañada, a un día de camino. Sabía también que, desde hacía un mes, andaba buscando una vaquilla, por eso anteayer tuvo que cruzar el río turbio después de la tormenta y un tronco hizo caer a su caballo, estuvo nadando casi una hora sin poder llegar a la orilla y al fin se desmayó, dejándose llevar por la corriente.

Pero ahora no encontraba su perchel. ¿Iba a culpar a la noche? ¿O a los golpes de piedras y troncos en el río que le hicieron perder el sentido de la orientación? Caminaba triste río arriba, siempre río arriba en busca de las lomas y los caminos anchos que lo llevarían a Huasacañada. La noche era larga. En un pajonal soltó a su caballo y se acomodó para dormir.

Despertó con la claridad y al canto de las aves. Recién sintió su cuerpo molido, hurgó su media alforja y se puso a comer los últimos motes, una papa y un pedazo de charque. Estaba tranquilo, pensando que lo del día anterior fue una pesadilla, ahora sí podría ir derecho a Huasacañada donde su mujer y sus hijos, se cambiaría de ropa y se pondría abarcas y sombrero. Con la vista buscó a su caballo. A sus espaldas escuchó que pastaba, se levantó a ver… no era su caballo. Era la vaquilla perdida.

Una risa ronca salió de su maltrecha garganta. La vaquilla negra. Aquí estaba al fin. La causa de tantos males. Siguió en busca de su caballo, los árboles ya no eran muy altos, estaba acercándose a las lomas, corrió a un claro y lo encontró pastando, aún con el bejuco del día anterior alrededor del cuello. Lo cogió y volvió donde la vaquilla para comenzar a arrearla cuesta arriba.

La vaca, el hombre y el caballo subían por una senda de zetas y zanjas. Eran tres seres perdidos, el instinto los hacía subir y subir quién sabe si por caminos antes cotidianos. En las profundidades quedó el monte, ahora sólo el camino lleno de sol, caldeado y polvoso. Más adelante, unos viajeros algo sorprendidos por el extraño caminar de los tres, intentaron saludar al del medio; aún en pleno día, desconfiaron de sus ojos: ¿sería un hombre de carne y hueso? No contestó a los saludos, andaba como sonámbulo y con una sonrisa tan grande en el rostro que más parecía desquicio. La alegría rebalsaba por todo su cuerpo, saltos, polvo, pies desnudos golpeando la tierra.

A medio día aumentaron los viajeros en distintos puntos del camino, al atardecer en todas partes sabían de la vaquilla negra y de un alma perdida en pleno día guiando a su caballo. ¿Adónde iban? ¿A Guadalupe? ¿A Montes Claros? ¿Qué buscaban? ¿Se puede ver un alma en pleno día? No debe ser alma, de repente es un loco nomás, en cuerpo y alma… Hasta que, trastornando la Loma de Veinticinco, la gente reconoció primero a la vaca, luego al caballo y por último el rostro de Susano Peña, ahogado hacía una semana en el Río Grande.

Antes de la oración, en la casa de la viuda, se enteraron de quién venía. La mujer llamó a sus hijos y comenzaron a rezar, y más que rezar temblaban pensando si la vaquilla también sería una visión y si el caballo era de cierto, de repente escapó del río revuelto, ¿qué mal he hecho yo pa que así me busque el alma de mi marido?, ¿qué mal ha hecho él pa que su alma no pueda descansar ni de día? ¿Qué hago?, ¿qué le digo?, ¿qué viene a reclamarme?

Llegó la noche, el miedo crecía en la casa de Huasacañada, rodeada de viejos pinos, bardas y corrales bulliciosos.

III

A esa misma hora, la vaquilla, más negra a la luz de la luna que comenzaba a asomar por los cerros, dejó el camino ancho y se internó por el callejón que conducía a la casa. Detrás, el hombre con su caballo de tiro. Antes de llegar a la tranca, un perro vino saltando a saludarlo, los chanchos comenzaron a gruñir y a corretear en el corral. El hombre quiso abrir la tranca pero estaba fuertemente amarrada, comenzó a llamar con su voz ronca, nadie le escuchaba. La vaca y el caballo se colocaron a ambos lados mirando también la oscuridad del patio, las puertas trancadas y los cuchillos de luz de una vela. Susano sacudió la tranca y adentro se escucharon gritos. Volvió a llamar pero no escuchó su voz, su garganta era un nudo ciego. Miró la luna y la noche inmensa, era como si de pronto animales, árboles y vientos hubieran quedado quietos para observar a los tres encarcelados tras las rejas de la tranca. El hombre apartó a sus dos compañeros y con febriles manos comenzó a desamarrar la tranca; los chanchos volvieron a inquietarse, los cuchillos de luz de la puerta desaparecieron y se escuchó el ladrido del perro alejándose.

Entraron al corral, la tranca del patio también estaba asegurada, el hombre subió por los palos cruzados llegando al patio de un salto, y de otro salto a la puerta. Igual estaba trancada. Golpeó con el puño. Dejó el corredor y fue por detrás, la ventana de la cuadra estaba abierta. Entró a la tibia oscuridad, al ir a tientas a destrancar la puerta de adelante tropezó con bateas y garabatos, rodaron papas y el hombre cayó, nadie fue a levantarlo.

A media noche, Susano comía mote con queso, sentado en el corredor junto a la puerta abierta, alumbrado por un mechero. En la oscuridad del corral, la vaca y el caballo comían chala seca.

La luna desapareció tras los cerros dando paso a la primera claridad del alba. Susano despertó con frío, como un intruso se levantó a mirar. La vaquilla rumiaba en el corral con los ojos cerrados; el caballo, quieto detrás de la tranca, miró a su dueño, éste se acercó para acariciarlo y hablarle, lo hizo pasar al patio, aún mantenía el bejuco en el cuello. Entró a la casa para buscar riendas y montura, cuando los encontró fue incapaz de agarrarlos, pues le parecieron ajenos. Al volver a la luz del corredor recordó que debía cambiarse de ropa y volvió a entrar… Las abarcas no eran de él, todas las ropas que vio le parecieron extrañas.

Envuelto en las redes de su ropa, estaba de pie en medio patio al lado de su caballo, mirando el sol y los árboles, dando la espalda a la puerta y al corredor que antes añorara. Sus desnudos pies no se movían, sus ojos parecían a punto de volar. El golpear de una piedra en el horcón del corredor hizo saltar al hombre y al caballo. Después de un momento siguieron otras que venían de todas partes como arrojadas por los duendes. Salió al callejón agachándose, con el caballo de tiro, montó y se fue al trote camino de La Rayuela.

IV

El cielo comenzó a entoldarse y el viento a soplar sacudiendo a los árboles, inmensas cabezas alborotadas. La oscuridad llegó a media tarde, grandes gotas caían como piedras en patios y callejones; el cielo se descargó en una lluvia persistente que volvió ríos a todos los senderos. Susano andaba perdido en la pampa y su caballo comenzó a encabritarse, chocando contra los cercos de cactos y agaves. El hombre recordó los árboles y los ríos del monte, recordó a su vaquilla negra y la maldijo, ahora eran sólo hombre y caballo, inmunes al agua y al viento, ya no intentarían buscar cobijo entre la gente, se alimentarían de los ríos, él se iría al mundo de los peces, nadaría como los patos de las lagunas y volaría como las chulupías que aparecen con el aguacero.

El caballo dejó de trotar y corrió al galope, saltó una barda y el hombre abrió los brazos gritando, el rostro hacia las nubes. De pronto aparecieron junto a la casa de su mujer. El caballo se paró en la esquina del corral. La tormenta había cesado y quedó sólo una llovizna y el canto de las lamas. Una maliciosa sonrisa de agua brotó del hombre, desenrolló su bejuco para azuzar al caballo que partió como el viento callejón abajo, se detuvo bruscamente y volvió a cruzar y pasar y repasar frente a la casa donde de nuevo se escuchaban gritos y golpes de puertas vueltas a trancar. Comenzó el viento, el hombre sujetó al caballo frente a la tranca, lo amarró a un palo y entró al corral. Le dio una patada en la trompa a la vaquilla, pero ésta no pareció sentirlo. Pasó a la cocina y al rato volvió a salir con su media alforja repleta de mote, queso y charque. Hombre y caballo desaparecieron con un resonar de cascos.

Ahora todos sabían de El Con Caballo. Lo vieron en Monte Grande galopando por entre ramas y troncos, no lo atajaban las zanjas ni las espinas, se metía al agua y no se ahogaba, no temía a las cuevas ni a las peñas. Si alguien lo veía de cerca, se orinaba de miedo o caía enfermo.

Pasaba el tiempo y la gente sabía más. Era terrible sólo cuando iba montado. Si iba con su caballo de tiro se volvía humilde y servicial. Se acercaba a los percheles a pedir comida con su voz profunda, se ofrecía para ayudar en el trabajo de los chacos o para buscar vacas perdidas. A muchas dice que encaminó a sus estancias. No lo atajaban la lluvia, el mal tiempo ni la noche. Su media alforja siempre iba con algo de mote y charque, aparte de las argollas y correas de su antigua montura. Sus pies eran duros como pezuñas, no le entraban espinas ni astillas, las víboras no le hacían daño. En las hondas pozas de los ríos su ropa se volvía red y pescaba, bajo las lluvias se volvía chulupía y cantaba por entre los árboles…

“Si escuchan un galope como el viento, hay que escapar o dejar de respirar”, decían las madres a sus hijos. “Si escuchan un tropelcito como la brisa, no se asusten y alisten un poco de mote con charque pa invitarle”.

No faltaban los incrédulos y valentones como el hijo mayor de Lucio Coca. “Si lo conozco”, decía. “Vive a una legua de mi perchel. Lo que pasa es que le da flojera trabajar, desde el comienzo ha venido a pedir comida a nuestra casa. Con caballo o sin caballo, me las va a pagar”. Le tenía rencor porque su madre no salía del primer susto, ya hacía meses que en lugar de mejorar empeoraba. Inútiles fueron los ruegos de su padre para que olvidara su rencor. Una noche, todos escucharon el galope del viento, el joven cerró la puerta asustado y con el odio siempre creciendo. Otra noche escucharon el tropelcito de la brisa, el joven abrió la puerta y bajó a la tranca de la palizada.

De afuera saludaron, de adentro apuntaron; El Con Caballo amablemente pidió un puñado de mote con charque. “Ahora no te escapás, carajo”, dijo el de la carabina. Una sonrisa de agua se dibujó al otro lado de la tranca y en lugar de retroceder pareció acercarse. El joven comenzó a temblar, cerró los ojos y apretó el gatillo. La sonrisa no caía. Siguieron los disparos, siguió la sonrisa, el joven cayó al suelo dando alaridos, hasta el silencio.

Al día siguiente Lucio Coca, a quien el miedo no le dejó salir en la noche, encontró el cadáver de su hijo a un lado de la tranca, y afuera apenas los rastros de un caballo de seis patas.

Manuel Vargas. Vallegrande, Santa Cruz, 1952. Autor, entre otros libros, de Cuentos tristes (1987), Nocturno paceño (novela, 2006) y de una Historia de Bolivia (2007, ensayo didáctico).