Mientras caminábamos al Palacio de Lenbach, a través del cementerio, se puso a nevar fuertemente, ensordeciendo la ciudad.

Así fue que pasé la noche en un convento al pie de los Dolomitas.

Las monjas buenas monjas se quejaban lastimeras de que la cosa iba contra sus reglas, pero me vieron tan flaco, tan desgarradoramente joven y friolento, la abadesa me dijo figliolo cómo te atreves con esta nieve, no debemos hacerlo, te vas mañana con los maitines y desapareció con Dios Padre de testigo y los ojos en blanco, echando buches de aire. Me sonrieron con alivio, comprensivas las hermanitas y me figuré al convento enteramente excitado con el portento de un hombre para toda la noche. Tiritando, feliz, las seguí por el claustro, cruzamos una patrulla de cuatro novicias con su maestra, las vi a retazos, sobre el patio el cielo se desmigajaba a las siete de la tarde. Esto es una celda, ni más ni menos una celda medieval con barrotes y cerrojo por fuera, me dije desabrochando la mochila, dispuesto a reforzarme con otra camiseta, y vendrá una dulce novicia a entibiarme la piel, traerá aves, pescados, me hará tragar un garrafón de vino caliente, soy puro hueso y músculo, mis ojos saben ponerse soñadores, puedo gustarle si es novatita, te lo digo ahora que doy batalla a lo que me pongan, pero llegaron dos robustas hermanas sesentonas que empezaban a oler mal, vino en verdad una garrafita de tinto caliente con azúcar y clavos perfumados, queso de cabra, pan negro, dos clases de mermeladas, manzanas, una tina redonda de agua humeante, una sopa de repollos, una parrilla con carbones encendidos para calentar el aire y me dicen aquí te dejamos muchacho, me palpan los brazos estás paliducho come y descansa, se van riendo porque es muy tarde para nosotras. Yo oía cantar al convento desde una distancia incierta y tragaba mi sopa, mi queso con pan y mermelada, mi manzana, todo revuelto apechugando alegre con el vinito de diez tiritones. Calló la música y me entró la rabia de haber comido a lo perro nuevo, me levanté acezando, di unos pasos echando vientos y flatulencias, me senté desnudo en el baño de juguete, de una manotada tomé más vino, el agua me sobaba como una piel caliente, acurrucado en ella morí de sueño.

Desperté helado y totalmente a oscuras, envuelto en agua fría y pegajosa, me paré de un salto casi resbalo para secarme y remover unas brasas que languidecían. No alcancé a ponerme la ropa, porque sentí los pasos leves, descalzos, de la novicia. Pasó de largo, volvió, se movía en un círculo, creí oírla resollar, abría la puerta. Ella también sabía de la virgen que se rinde a un vagabundo, del asilo al peregrino derrotado por la soledad, vestía un túnica larga de tela gruesa, iba desnuda e intacta, sobre el lecho fue luego una muchacha de nieve, una llamarada blanca, yo fui maravillosamente suave, mojé su piel, me tendí exactamente sobre su cuerpo, los besos en la boca la hicieron temblar, acabé varias veces antes que ella lanzara nada más un grito.

“Me llamo Paola. Nunca dejarás de estar en mí”.

Sus ojos brillaron de lágrimas, su voz me enardeció la sangre, mis músculos se tensaron de nuevo, abrazándola, rompiéndola, olvidé que vivía una novela, sin miedo, sin ansiedad, a sollozos sentimos la muerte más dulce.

“Yo estaba lleno de anhelos”.

Partí a las cinco de la mañana, a las primeras campanas de maitines. Ya no nevaba y eché a andar sin prisa los quince kilómetros a Bolzano. Todavía era noche sobre una tierra blanca y silenciosa. Yo pisaba la nieve, llevaba adentro el vino con azúcar, una fragancia de manzanas, llevaba la voz de Paola, en la garganta el grito de Paola, en mi boca el olor de su sangre.

Volví tres meses después. Ella no estaba.

– Nunca estuvo.

Me dice la portera con el rostro muy serio.

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Cuento de Antonio Avaria de «Los mejores cuentos de Antonio Avaria» Libro homenaje de Editorial Universitaria, recientemente publicado con motivo de cumplirse un año de su muerte.