Por Antonio T. Muñoz C.
I
El mediodía. El medio camino. Lo que comienza siempre está a la mitad. ¿Acaso porque la única forma en la que el mundo puede ocurrir es en la memoria del futuro? El entremundo del tiempo transformado en metáfora del espacio. A mitad del camino de la vida, canta en el primer verso Dante. Nel mezzo del cammin di nostra vita. Traducido en la versión inglesa que propone Fergusson como: In the middle of the journey of our life.
Tiempo: La vida, concebida como día. Espacio: la existencia, concebida como camino que se recorre. Se sabe, Dante tenía 35 años, lo que se consideraba la mitad de una vida normal, para 1300. Fecha en la que se supone, durante siete días, tiene lugar el descenso-ascenso al infierno-purgatorio-paraíso.
La intensidad vital puede ser, es, una metáfora. Enunciación del tiempo; metáfora del espacio. Espacialidad del tiempo que se torna en cono invertido para luego pasar a ser montaña. Mapa moral, topografía de una idea del actuar humano y divino. Segundo y tercer verso: en una selva me encontraba/ porque mi ruta había extraviado. No se va, se viene; es la memoria, Virgilio, la voz.
Seguir escribiendo sobre Pedro Páramo, a pesar de su fama pública; sobreponerse a ella. Suponer que el espacio es más que lugar de entrelazamiento y consumación de los acontecimientos, para configurarse como un mapa, no moral al estilo de la Divina Comedia, es cierto, pero sí develador de una imagen del mundo determinada.
Todo comienza en mitad de la vida, en el sentido literal de los 35 años; en el figurado de un sendero que lleva-trae a un lugar nombrado antes por otra voz-guía. Comala, se llama el sitio, metáfora de la memoria descubierta como espacio. «Vine a Comala porque me dijeron…» No se va a ningún lado, se viene de aquellos, todos, que ya habitaban en el recuerdo. No se va, se viene a todos, aquellos, que desde su voz dieron espacio al tiempo.
II
El retorno a un espacio que no se recuerda como vivencia. Pero en el que la memoria se (re)conoce como voz que reconstruye el sufrimiento. …y yo sólo/, afirma el poeta, Canto II del Paraíso, me disponía a sostener la guerra,/ contra el camino y contra el sufrimiento/ que sin errar evocará mi mente. ¿Dónde está Comala? Y la pregunta no tiene que ver, ya para estas fechas, con los célebres debates de la sociocrítica para hallar el referente y encerrarlo en un círculo rojo en un gran mapa colgado en la pared. No es la pregunta en busca de «el contexto peculiar de la región cultural de donde Rulfo recoge la materia prima para la producción de sus textos», o tras la seguridad con que Ángel Rama abogaba por la región del Centro de Jalisco en detrimento de los Altos. ¿Dónde está-sigue-estando Comala? Vuelve la pregunta al verbo en tiempo presente, el único, acaso, en el que es posible la doble operación que cierra, como una pinza, la materialización figurativa del mundo del texto. Presente continuo en el que son, vuelven a ser siendo, las acciones del texto; presente continuo en el que al lector se le dejan venir las voces interiores de su lectura.
Una memoria por y para ese presente. Un espacio que es Comala, todos los Comalas. Ausencia presente; presencia ausente: el poder de la metáfora inicial: nombrar el espacio en el que ha de tener sitio el tiempo. ¿Cómo se llega hasta ese ahí?; que en la novela nunca lo es: «Vine», dice, ya se está, no hay ahí, siempre se está, es el aquí sempiterno.
Juan Preciado viene de un afuera que sólo existe verbalizado a partir de la rememoración, del recuerdo. Pero su posibilidad de encontrar ese adentro eterno en el que se convertirá Comala deriva, también, de un recuerdo. Son las señas que le da su madre, Dolores, las que lo guían hasta ese lugar al que se llega por un camino que sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja.
El mundo de Comala está en un más que ahí, en la especificidad de un certero allí. En ese allí al que Juan vuelve guiado sólo por la voz de la madre que después de la muerte de ésta se ha tornado en la propia voz que lo guía. Juan no recuerda ese allí al que perteneció en un tiempo que ahora le parece borroso.
…El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
-No me acuerdo
[…]
El hijo de Dolores sólo puede recordar su propio allá, Colima. Al conversar con Eduviges Dyada, Juan dice en primera persona:
-La de cosas que han pasado- le dije-. Vivíamos en Colima arrimados con la tía Gertrudis que nos echaba en cara nuestra carga «¿Por qué no regresas con tu marido?», le decía a mi madre.
[…]
Lo primero que Juan recuerda de lo que su madre le ha contado es la forma del camino: Una descripción apenas, sin rastro de una rememoración minuciosa. Información mínima que, sin embargo, es más que suficiente para señalar dos marcas textuales trascendentes: la primera, la economía será la regla central de la novela; la segunda, Comala está en una suerte de olla rodeada de cerros, donde el pueblo es el fondo de la cazuela y la media luna los bordes del trasto. Todo el que viene tiene que bajar, la asociación, reforzada después por otros elementos del texto, es obvia: el infierno. Esta referencialidad a modo de símil se encuentra, incluso, señalada por el texto. Es Juan quien primero cuenta para alguien este pasaje de la llegada:
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
-Hace calor aquí -dije.
-Sí, y esto no es nada -me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.
Sobresale el que de inmediato Rulfo corrija la refiguración del lector y, a la vez, conforme el texto se va desarrollando este símil se llene de contenido. Nunca niega, ni afirma del todo nada. No lo hace con el infierno, Comala es y no es el infierno, es y no es la memoria de un conjunto de hombres y mujeres muertas, es y no es en un continuo adelante y atrás. Otra vez Dante, casi al final del andar por el Purgatorio, canto IX: che or sì or no s’intendon le parole; que ahora no, que ahora sí, se entiende el texto; When now the words are clear, and now are not. Ahora que (se) significa cruzando un punto de no retorno. Umbral que es ambigüedad, que es tiempo (des)figurado.
No falta razón, entonces, a José Pascual Buxó, para quien, como para muchos, la experiencia rememorativa en Pedro Páramo se tiene que centrar en la descomposición del tiempo como centro del relato. Centralidad que, dice él, ha sido sustituida por un «enjambre de voces que refieren -a saltos sincopados- la pesadumbre de sus conciencias».(Buxo: 181). A él se suma Rufinelli,
Si nos preguntáramos cuál es el rasgo distintivo de Pedro Páramo, su originalidad mayor, aquel cimiento que la distingue incluso de los cuentos de El llano en Llamas, no cabe duda de que ese elemento es la instauración de una atmósfera, en la que cooperan el tiempo reversible y anulable, la noción de las ánimas en pena que habitan la tierra igual que los vivos, o la muerte que en vez de ser el resultado de la violencia de los hombres, es aquí el ahogo y la asfixia producida por los «murmullos» de los muertos, es decir por el relato mismo (Rufinelli:29).
Mas el hallazgo de Rulfo sobrepasa este movimiento de»cruzar» el umbral de la desarticulación del centro temporal determinado. Pedro Páramo distiende, hace perdediza esa centralidad sólo posible en (y desde) la enunciación. El centro lo es, a condición de su movilidad permanente, de su propia autonegación: el presente-presencia en Comala es posible siendo-dejando de ser en la yuxtaposición de espacialidades que contienen la refiguración subjetiva de un mundo recreado y reactualizado de modo continuo.
En este sitio-sino de Comala manifestado por dualidades que no se anulan, como en el sistema de pensamiento binario común, sino que se rehacen, se diluyen uno dentro de otro, nos (re) encontramos, lectores y Juan en la misma condición, (re) encarnados en el retorno a un lugar sólo identificable por un recuerdo ajeno (en Juan, Dolores; en el lector, esa tercera voz narrativa que se va deslizando en el texto).
Memoria y espacio se imbrican del mismo modo que lo hacen necesidad y deseo. Una es la otra y viceversa. Juan Preciado reactualiza el recuerdo de su madre al igual que el lector lo hace con el texto mediante la apropiación. Por eso la voz de Dolores no es una voz que ocurra en el mundo desplegado por el texto sino una llamada que subyace como eco interior; del mismo modo que el lector lee en voz baja pero audible, la de Dolores, se oye por medio de un claro soporte simbólico tipográfico: las comillas y las itálicas.
A la par, la novela se vale de otras estrategias para movilizar el recuerdo al ligarlo con el ensueño. Así se despliega, por ejemplo, la presencia del sueño como otro elemento que conforma estos planos móviles y desjerarquizados.
El regreso de Juan Preciado a Comala es la perfecta sustitución de Dolores, quien sólo a través del recuerdo podrá reintegrarse a su espacio, ya que únicamente después de la muerte, aquél cobra vida.
[…]
Es por medio de las interpolaciones del recuerdo que es posible que Dolores se reintegre a su tierra -Comala- de donde se desterró y adonde es imprescindible que retorne. Será su hijo, mediante la actualización del recuerdo, quien lo posibilite (Peralta: 144).
Una visión ingenua supondría que estos planos dimensionales, a la manera tradicional, se soportan como telones que se intercambian de acuerdo a un orden para el cual hay una especie de señal que anuncia el cambio de escenografía. No sucede así. Del mismo modo que las acciones de los personajes ocurridas en distintos tiempos de Comala toman posesión del escenario sin previo aviso. Tampoco está señalada o distinguida claramente la frontera espacial entre el ensueño, el recuerdo, el sueño y el presente del mundo desplegado.
-La tierra no tiene divisiones, sentencia Pedro en su pleito por límites con Toribio Aldrete. En efecto, no hay divisiones; la palabra, el signo como marca de la espacialidad definida en su nexo con una temporalidad precisa (presente-pasado-futuro), o de una acción (dormir, ensoñar, recordar) se diluye, se confunde y funda un nuevo sentido donde las cosas son como. Con lo cual debemos entender que las cosas no son eso, pero son eso y más. Es decir, el lector viene y camina por Comala, esa imaginaria fosa icónica que se (re)vuelve como lo que es, lo que no es, lo que es como. Simultaneidad que se asoma de inmediato como significación de la metáfora, la carga de un excedente de sentido que el lector ha de refigurar como una nueva figura en el mundo, ya en el desplegado en el texto, ya en el propio. Distanciamiento que es el olvido de ese mundo al que se perteneció en un tiempo (ahora) nebuloso; apropiación en el recuerdo de una voz (ahora) propia que trae de vuelta.
III
La madrugada fue apagando mis recuerdos.
Oía de vez en cuando el sonido de las palabras y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían: pero sin sonido, como las que se oyen en los sueños.
Juan se apropia del recuerdo de Dolores y recupera Comala. Mas si Preciado hubiera olvidado el juramento que le hizo a la madre en el lecho de muerte, el pueblo se hubiese perdido en el olvido. ¿Cómo traicionar a la muerte? ¿Cómo no volver a ella si en ella estamos ya? El olvido no es suficiente. El olvido es siempre memoria al acecho, no su negación. Por eso, olvido y recuerdo se contienen mutuamente. Juan retorna no para pedirle nada a ese tal Pedro Páramo, sino para exigirle, lo que es nuestro. Lo que siempre estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en el que siempre nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
Lo que hace venir a Juan a Comala es, entonces, la búsqueda de la restitución de ese agravio, manifestado a través del olvido. Rulfo coloca la novela en un permanente tono de búsqueda, de peregrinar, de desasosiego. Los espacios abiertos, las calles, que por lo general son cruces, bocacalles, están en la novela ligadas a personajes que se mueven: «…Vi un hombre cruzar la calle» y otras por el estilo que se interpolan con enunciados como «a grandes trancos», «la larga caminata», la mirada de un lector que no halla un punto fijo de referencia, la mítica enunciación del centro faro organizador del relato. Todo es desasosiego, el camino no es circular como en Dante, por lo que nunca hay la seguridad de que se ha salido de una sección, no hay entradas tampoco, es obvio, salidas, se está en medio, siempre en medio.
Concurrente a esta idea aparece el que no sea sino hasta que Damiana se desvanece ante la pregunta de Juan acerca de cómo ella había dado con él, que el lector encuentra, en forma, la primera descripción de Comala que se le puede atribuir a la voz de Preciado:
Y me encontré de pronto solo en aquellas calles vacías. Las ventanas de las casas abiertas al cielo, dejando asomar las varas correosas de la yerba. Bardas descarapeladas que enseñaban sus adobes revenidos.
No importa a dónde se vaya, no hay forma de entrar-salir. Las calles de Comala son un mapa de trazos terrosos, en medio de los cuales los personajes deambulan. Al igual que sucede con las calles, los caminos, su equivalencia en el afuera de ese adentro perpetuo que es Comala, se muestran imposibles de reconstituir imaginariamente más allá de la vaga referencia. Cartografía de la ambigüedad que no comienza ni termina en algún punto preciso.
¿A dónde ir, entonces? ¿Cómo orientar la memoria? La tercera voz, a contrapunto de Dolores, la memoria no propia-apropiada, es la que le dice, vuelve para decirle, a Juan que en Comala encontrará carretas copeteadas de salitre, de mazorcas, de yerbas de pará, señala de inmediato:
Carretas vacías, remoliendo el silencio de las calles. Perdiéndose en el oscuro camino de la noche. El eco de las sombras.
Una vez que Juan está en la casa de los hermanos que buscaron casarse, Preciado comienza a dar visos de pretender olvidar la promesa que le ha hecho a la madre. «Pensé en regresar», anuncia casi al tiempo que se encuentra a los hermanos. Pasa la noche con ellos y en algún momento le pregunta a la mujer:
-…¿Cómo se va uno de aquí?
– ¿Para dónde?
– Para donde sea.
– Hay multitud de caminos. Hay uno que va para Contla; otro que viene de allá. Otro más que enfila derecho a la sierra. Ese que se mira desde aquí, que no sé para dónde irá -y me señaló con sus dedos el hueco del tejado, allí donde el techo estaba roto-. Este otro de por acá, que pasa por la media Luna. Y hay otro más que atraviesa toda la tierra y es el que va más lejos.
– Quizá fue por ése por donde vine
– ¿Para dónde va?
– Va para Sayula
– Imagínese usted. Yo creía que Sayula quedaba de este lado… Dice que por allí hay mucha gente, ¿no?
– La que hay en todas partes
Obsérvese la inversión de roles sin que haya intermediarios. El diálogo comienza siendo narrado por Juan, quien incluso hace una acotación para explicar el asunto del hueco en el techo. Pero luego, de súbito, cambia la estructura y se vuelve un diálogo directo, en vivo, entre Juan y la mujer. Lo más significativo de esto es que los roles de ambos personajes se invierten drásticamente en este tránsito entre una forma de narrar y otra. El primero que tiene la intención de irse es Juan, así lo expresa, la mujer es la que sabe acerca de los caminos. Al final, los papeles están a la inversa, es ella la que dice que siempre le ilusionó ir a Sayula y Juan el que sabe cómo es aquel lugar.
Por un sendero concurrente, en el Comala pasado, casi mítico y florido que nos da a conocer el recuerdo interpolado en forma de presente, los espacios abiertos son definidos a partir de concatenaciones que el lector tiene que hacer en relación con la presencia de elementos de la naturaleza.
Siento el lugar en el que estoy y pienso…
Pienso en cuando maduraban los limones. En el viento de febrero que rompían los tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban con su olor el viejo patio.
El viento bajaba de las montañas en las mañanas de febrero y las nubes se quedaban allá arriba a la espera de que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento haciendo círculos sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las ramas de los naranjos.
Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época.
Es Susana San Juan, recuerdo de la coexistencia en la memoria de pájaros, nubes, cielo, azul, etcétera, con la manifestación de un dolor: la muerte de la madre, y de un deseo: «olvidar mi soledad». Resonancia de la tensión entre el recuerdo yuxtapuesto y el deseo del olvido. No negación sino ambigüedad inherente al olvido anhelado; otra forma de invocar a la memoria. No hay escapatoria.
Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual dormía a su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos.
Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi sueño. Creo sentir la pena de su muerte… Pero esto es falso.
Estoy aquí boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.
El olvido, y no sólo el recuerdo, suponen un esfuerzo y derivan en la imbricación del tiempo enunciado o ensoñado. Así como la configuración del espacio despliega un sitio del que es imposible salir, a menos, claro que sea en calidad de desterrado -como lo fue Dolores-, los caminos de la memoria en Rulfo también se encuentran en permanente deconstrucción sobre un centro vago y móvil que es la búsqueda.
El esfuerzo que supone olvidar para los personajes los conduce a la antípoda, mas no en calidad de recuerdo relatado sino como acción viviente, presente continuo que retorna y se encarama como realidad vivencial. La contención del recuerdo, como la del llanto, sólo sirve para acrecentar un caudal inevitable, acrecentado por el propio esfuerzo que la contención supone.
Véase en el siguiente pasaje cómo, recién termina de intervenir la tercera voz, sin intermediarios, irrumpe la espacialidad del pretérito vivo y actuante:
Vino hasta su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste, como fue entonces. Y a una mujer conteniendo el llanto, recostada contra la puerta. Una madre de la que él ya se había olvidado y olvidado muchas veces, diciéndole:»¡Han matado a tu padre!» Con aquella voz quebrada, deshecha, sólo unida por el hilo del sollozo.
Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara.
-¡Descánselo aquí! No, así no. Hay que meterlo con la cabeza para atrás. ¡Tú! ¿Qué esperas?…
IV
El olvido se convierte así en un catalizador de nuevos sentidos. Esto se observa, por ejemplo, en la relación de Pedro Páramo y Susana San Juan. Por ella, perdida, arrancada por la muerte, don Pedro se queda arrellanado en un sillón, subsumido en el deseo del olvido que, esa es la condena, vuelve para ser recuerdo.
…Le perdió interés a todo. Desalojó sus tierras y mandó quemar los enseres. Unos dicen que porque ya estaba cansado, otros que porque le agarró la desilusión; lo cierto es que echó fuera a la gente y se sentó en su equipal, cara al camino.
Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenándose de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola…
[…]
Y todo por las ideas de don Pedro, por sus pleitos de alma. Nada más porque se le murió su mujer, la tal Susanita. Ya te has de imaginar si la quería.
Recuerdo-olvido, movilidad-inmovilidad, allá-aquí, adentro-afuera, vida-muerte, pasado-presente, son categorías, al fin, que se comportan en el imaginario del lector como parte de un orden binario del mundo. La exposición de este orden binario contrasta con lo que Rulfo ha logrado en Pedro Páramo. Allí, la dicotomía no corresponde a la imposición de un modelo que pretende, a través de la escritura, representar al mundo como dos, y sólo dos, realidades opuestas y sucesivas.
La escritura rulfiana consigue (con)fundir esta dicotomía en una disposición yuxtapuesta de la representación de percepciones duales, múltiples, no excluyentes, que concurren en un solo espacio: Comala; presencia-presente donde se imbrican, de modo simultáneo, el pasado y el futuro a través de las rememoraciones espaciales que los personajes expresan. Ello, no es poca cosa.
Asegura Javier Roiz que «la memoria moderna es evidentemente una cazadora de objetos… El olvido moderno es concebido como capacidad para limpiar de obstáculos perturbadores bajo el control correcto de la propia mente» (Roiz: 56). En Pedro Páramo, sin embargo, la ruptura de la función del recuerdo y del olvido, en relación con la discursividad de la memoria en la modernidad, refiere a un espacio en el que se contiene la memoria del pasado, y, que bien puede ser concebida a la vez como la memoria del futuro de Comala, emerge como una especie de trozos de un mapa inacabado.
Cada vez que el lector reconoce alguna de las zonas, conocidas antes por otro fragmento del mapa, encuentra que es necesario reactualizar, él, desde su propia lectura, la configuración de la novela. Es decir, no es que la memoria del pasado esté ahí sólo para indicarnos las causas de los hechos ocurridos después. En este sentido, la preeminencia del pasado sobre el futuro se rompe. Leer así Pedro Páramo, bajo la égida de la causa y el efecto, dejaría de lado una de las aristas más reveladoras del texto de Rulfo: el futuro antes que consecuencia del pasado, es el inventor de éste. Pero a la vez, desde la memoria de este deseo de lo haya sido, el futuro es el pasado de ese recuerdo que se coloca adelante disfrazado de atrás.
La ruptura de esta línea directa de causalidad vía el recuerdo es lo que explica por qué el olvido no es fuente de evasión de los personajes, y sí de acciones que ocurren en un solo ahora.
Para la segunda parte de la novela es claro que la voz de Dolores ya no está en el interior de Juan, quien reconoce que está muerto y entonces puede descansar y contar lo contado por su madre. El enterramiento en vida que sufre Susana, su extravío, estaría, también, ligado a la lógica del deseo de olvido. De allí que, el lugar del contrapunto espacial, se torne en la fusión entre la descripción del espacio y la evolución de la acción del personaje. Así, vemos a Susana, entre «la sepultura de sus sábanas».
Y si en la primera parte de la novela lo que sobresale es la búsqueda manifestada por vía del recuerdo, en esta segunda lo que predomina es la espera. Pero no es una espera serena, reconfortante, sino una en la que la memoria se ha vuelto la voz viva de un pasado-ahora; la revelación de nuestros actos frente a nuestros ojos sin que podamos hacer nada para modificar el curso de las cosas. Porque en Rulfo la memoria que predomina es la de la muerte, es la construcción de la espacialidad vivida. La espera, entonces, no puede ser más aterradora: esperamos ver nuestra muerte.
Los hechos de la vida de los personajes en Pedro Páramo están, de este modo, íntimamente ligados con los lugares donde ocurrieron. Así, lo están también a la muerte, a ese sentarse en el equipal o echarse a la cama a esperar para ver pasar el propio cadáver, se le aguarda desde un lugar: la muerte misma. Hacia donde Dante camina, no es hacia el círculo siguiente, tampoco a la muerte; ya está ahí, nunca ha dejado de estarlo. No hay más memoria viva que la de la muerte.
V
Todo se desliza, camina, se desplaza. Nada está en su sitio porque la unidad del sitio se ha disuelto en el tiempo, él mismo desvanecido. No hay centro, espacialmente hablando. Rulfo edifica el anhelo de simultaneidad no negando el imperativo de secuencialidad que toda narración supone, sino llevándolo a su extremo por la vía de la yuxtaposición de voces que se deslizan unas sobre otras en un mismo espacio que nunca, sin embargo, es, en sentido estricto, el mismo espacio.
La novela embarca al lector en una odisea de simultaneidad que lo envuelve como un manto de murmullos y resonancias. Las marcas de indeterminación, eso que no está escrito entre una isla del mapa y otra, esa falta de puente racional-moderno-utilitario, o tradicional-estático-religioso, interfragmentaria se convierte en el vértice-vórtice de la simultaneidad narrativa, apelación a la experiencia memorística del propio lector. El lector es (vuelve a ser) Juan Preciado; y cuando éste dice: Vine a Comala, es porque ya está en ese ahí, porque ha estado desde antes de estar.
A través de la fisura, en el entremundo, venir de la memoria que es el deseo. Trazar un mapa e intentar nombrar lo volátil. La mitad del día, el en medio del camino, es, irremediablemente, el día, el camino todo; no hay promesa, sólo vida vivida en el ahora de un espacio que es, simultáneamente, infierno, purgatorio y paraíso: la vida, inclusión de la muerte; la memoria, el deseo de enunciarlo. La vida… in memoriam.
Bibliografía
Dante Alighieri, La divina comedia, Giorgio Petrochi (ed), Luis Martínez Merlo (trad), México, Rei, 1992.
José Pascual Buxó, «Rulfo: Los laberintos de la memoria», en Juan Rulfo. Un mosaico crítico, México, UNAM-Universidad de Guadalajara-INBA, 1988, pp. 179-87
Francis Fergusson, Dante´s Drama of the Mind, Princeton, New Jersey, Princeton University Press, 1968c.
Violeta Peralta, y Liliana Befumo B. Rulfo, La soledad creadora, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, 1975.
Quintero, Rodolfo, «El lugar de Rulfo», Homenaje a Juan Rulfo, Dante Medina (Recomp.). México, Universidad de Guadalajara, 1989. 273-80.
Javier Roiz, «La memoria y el olvido en la modernidad», El experimento moderno, Madrid, Editorial Trotta, 1992 pp. 41-90.
Ruffinelli, Jorge. «El lugar de Rulfo», El lugar de Rulfo y otros ensayos, México, Universidad Veracruzana, 1980, pp. 9-40.
Rulfo, Juan, Pedro Páramo, México, FCE, 1973.
Antonio Tenorio Muñoz Cota, «Pedro Páramo, la vida… in memoriam», Fractal n° 22, julio-septiembre, 2001, año 6, volumen VI, pp. 53-70.
En: Revista Fractal
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…