Por Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La lectura de «Wakefield» produce cierto estremecimiento en el lector, ignorante o conocedor de la historia y de las maneras del cuentista. En puridad no se distingue de otros cuentos de Hawthorne excepto en un detalle que puede parecer mínimo y que, sin embargo, resulta, al final, decisivo.
«Wakefield» es uno de los primeros relatos que escribió después de regresar de Bowdoin College, durante un período que más tarde calificó como de casi absoluta reclusión. Durante estos años, Hawthorne tantea lo que va a ser su posterior escritura. Planea varias colecciones de relatos que no llegan a ver a luz pero que acabarán en sus Relatos contados dos veces en 1837, curiosamente publicados por su amigo Horatio Bridge sin su conocimiento, y esto es un detalle importante porque hasta entonces Hawthorne había publicado bajo seudónimo algunos relatos en revistas. Algunos críticos han achacado a su temprana escritura el que «Wakefield» no sea un cuento moderno, al estilo de los que por entonces Edgar A. Poe andaba escribiendo, o con ligera posterioridad, ensayará Herman Melville. En realidad, el modo alegórico presente en las historias de Hawthorne le hace oscilar entre el cuadro de costumbres y el cuento moderno propiamente dicho. Ambas maneras se alternan en sus narraciones sin que haya que pensar en que representan un estadio anterior, o más atrasado, en el desarrollo del cuento.
Interesa retener, sin embargo, que, como ya he apuntado, Hawthorne está buscando su voz, sus temas, su lugar en la literatura norteamericana, que, no olvidemos, según dictaminó Ralph Waldo Emerson por esos años, comenzaba en 1820. Sea cierta o falsa (que lo es) la afirmación de Emerson, los escritores trabajan con la idea (y la presión) de que están creando la literatura americana. No en vano, los ejemplos que citan como modelos son todos británicos, aunque el examen detallado, nos descubra escritores americanos detrás de las obras de Hawthorne, Melville, Poe, o con anterioridad, Washington Irving o James Fennimore Cooper. Es difícil entender algunas obras, como Moby Dick, «Rip van Winkle», El último de los Mohicanos o los relatos de Poe y Hawthorne sin tener en cuenta los libros de viaje de John Smith y otros de su cuerda, o las Cartas de un granjero americano, sin que esto excluya la enorme importancia de algunos británicos, como bien han demostrado algunos críticos. Hawthorne, al igual que Emerson, o que Melville, siente la necesidad de establecer las bases de una literatura nacional que sena a la vez las de su propia escritura. Los cuentos poseen una función metaliteraria que permite una lectura en varios niveles. Los protagonistas tenderán a ser un trasunto del propio autor, del autor de carne y hueso, no del implícito, al tiempo que serán una personificación del escritor americano tomado en abstracto. So capa de contar un relato, que en el caso de nuestro autor suele ser histórico, Hawthorne reflexiona sobre las condiciones sociales del escritor americano, lo que viene a ser lo mismo, de las posibilidades que tiene de ser escritor en la nueva sociedad, y del precio que va a tener que pagar por ello.
El narrador, que tiene una presencia excesiva para mi gusto, guía en todo momento al lector por la historia como si fuera por un teatrillo de sombras chinescas o un pequeño espectáculo de seres monstruosos, tan propio del final del siglo XIX y comienzos del XX, al modo de los que salían en las películas de Tod Browning. En el primer párrafo nos resume al argumento privando al cuento de toda emoción y misterio. Al conocer el desenlace el lector no seguirá leyendo a la espera de la sorpresa final. Le interesa más el elemento moral que depende según Henry James de la cantidad de vida sentida necesaria para escribir el cuento, que más tarde resumen con el término experiencia, y por la que entiende el misterio de la vida. Si traigo a colación a James es simplemente porque James aprendió de Hawthorne lo que era el arte de la ficción, aunque él lo llevara hacia terrenos que probablemente el primero no llegó ni a imaginar. Un relato no ha de ser una copia de lo que vemos, como malentienden muchos de los autores realistas. Ha de utilizar la realidad como punto de partida para ir descubriendo algo conforme va adentrándose en la historia. Qué sea ese algo es lo que ocupa a todos los escritores. Los elementos grotescos, fantásticos, extraños en suma, son los propulsores en el proceso de descubrimiento. Así planteada la partida, poca importancia tiene que el lector conozca la historia en sus líneas generales. Esto, por supuesto, pocos lo recuerdan, o han preferido olvidarlo, porque les resulta más fácil una novela o un cuento (e incluso una película) donde haya mucha acción y poca enjundia. En sí, la trama es poca cosa, podríamos incluso decir que es demasiado conocida para un lector de principios del siglo XX. Un matrimonio lleva una vida común Un día el marido decide abandonar la casa, promete que volverá al poco tiempo, pero pasan veinte años antes de que vuelva. Durante todo este tiempo ha estado viviendo en un apartamento una calle más allá. Cuando regresa, la mujer lo recibe como si nada hubiera pasado (o eso puede creer el lector.)
Wakefield es un trasunto de cualquier hombre, pero sobre todo es un símbolo del escritor. Hasta el momento el escritor ha llevado una vida corriente, ha convivido con sus conciudadanos, ha llevado una vida matrimonial, en resumen, se ha dedicado a escribir ficciones que gusten a todos, literatura doméstica o sentimental, tan en boga en Estados Unidos por esos años. Sin embargo, llega un momento en su vida en que decide marcharse, separarse de la sociedad, al principio cree que sólo durará unos días; luego verá que no es así. A una acción como esta, común y probable, se le añaden los comentarios del narrador quien nos asegura que es algo cierto y no imaginado por nadie, al tiempo que pide que le sigamos en su comentario narrativo porque al final encontraremos la moraleja. En realidad no está haciendo más que invocar la instrucción deleitable horaciana que tan buenos resultados ha dado hasta que a alguno se le ocurrió que no había que deleitar con la literatura (o con cualquiera de las artes) y se dedicaron a endilgarnos algunos ladrillos insoportables.
Puede sorprender la caracterización del protagonista. Es un hombre corriente caracterizado por una peculiar falta de Imaginación (y Hawthorne se está refiriendo a la Imaginación romántica tal y como la formuló S.T. Coleridge, y fue siendo reformulada por posteriores románticos británicos y americanos, en especial R. W. Emerson.) Para estas personas carentes de imaginación el mundo es lo que vemos. Solo lo que podemos ver existe. Solo lo que vemos podemos contarlo, viene a sugerir Hawthorne. Pero todo es en realidad algo más complicado. Si leemos el prólogo a La letra escarlata, esa especie de aduana que hay que franquear si queremos entrar en el país de la literatura, y que publicó en 1850, annus mirabilis de la literatura estadounidense, el escritor se enfrenta con un peligro desconocido hasta ese momento. La sociedad mercantilista es un peligro para el escritor. Para esta sociedad, solo lo que vemos existe y solo de ello podeos hablar. Todo aquello que no podemos percibir con nuestros sentidos queda fuera del mundo de la experiencia y por lo mismo fuera de cualquier tipo de comunicación o de formalización. Las relaciones entre las personas quedan circunscritas al orden de lo utilitario y mercantilista (en el sentido más amplio de sendos conceptos.) El lenguaje, por tanto, solo sirve para comunicar y cualquier ensayo de lenguaje que supere la simple función comunicativa queda descartado.
Hawthorne siente que los presupuestos ideológicos que dieron lugar al Romanticismo están ya agotados, en proceso de extinción, como si dijéramos que van siendo abandonados porque el desarrollo social los va haciendo imposibles cuando no increíbles. ¿Dónde entonces la literatura? ¿Qué tipo de escritura de ficción puede ser posible? Si un novelista tan poderoso como Herman Melville ha pasado del éxito multitudinario al fracaso más estruendoso, ¿qué puede hacer él? En 1935 Melville puede soñar con una carrera literaria aún en ciernes. En 1851, año de la publicación de Moby Dick, las tornas han dado varias vueltas y la situación ha cambiado para mal. Melville ve cómo se derrumba una carrera literaria que hasta ese momento había sufrido altibajos, y que lo llevará al solipsismo de sus tres novelas siguientes para desembocar en una carrera poética incomprendida, y pasada por alto, incluso hoy en día. Hawthorne logra una carrera en que el favor de los lectores no es apabullante, pero tampoco le dan la espalda de manera tan radical como a Melville. Parece haber encontrado un punto medio entre sus gustos y los de los lectores. Teoriza en el prólogo mencionado acerca de un terreno neutral, aquel en el que lo real y lo ficcional se unen y cuyo resultado es algo híbrido a caballo entre la realidad y la ficción. Pueden darse modulaciones en la unión pero es indudable que ninguno de los dos componentes puede predominar si queremos que se sostenga una ficción que sea verosímil que no caiga en la copia vulgar del mundo que nos rodea ni se pierda en las vagarosas ensoñaciones de una imaginación desatada.
En: La Insignia
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…