Por Luisa Valenzuela (Argentina)

Sonaron tres timbrazos cortos y uno largo. Era la señal, y me levanté con disgusto y con un poco de miedo; podían ser ellos o no ser, podría tratarse de una trampa, a estas malditas horas de la noche. Abrí la puerta esperando cualquier cosa menos encontrarme cara a cara nada menos que con él, finalmente.

Entró bien rápido y echó los cerrojos antes de abrazarme. Una actitud muy de él, él el prudente, el que antes que nada cuidaba su retaguardia -la nuestra-. Después me tomó en sus brazos sin decir una palabra, sin siquiera apretarme demasiado pero dejando que toda la emoción del reencuentro se le desbordara, diciéndome tantas cosas con el simple hecho de tenerme apretada entre sus brazos y de irme besando lentamente. Creo que nunca les había tenido demasiada confianza a las palabras y allí estaba tan silencioso como siempre, transmitiéndome cosas en formas de caricias.

Y por fin un respiro, un apartarnos algo para mirarnos de cuerpo entero y no ojo contra ojo, desdoblados. Y pude decirle Hola casi sin sorpresa a pesar de todos esos meses sin saber nada de él, y pude decirle

te hacía peleando en el norte

te hacía preso

te hacía en la clandestinidad

te hacía torturado y muerto

te hacía teorizando revolución en otro país.

Una forma como cualquiera de decirle que lo hacía, que no había dejado de pensar en él ni me había sentido traicionada. Y él, tan endemoniadamente precavido siempre, tan señor de sus actos:

 -Callate, chiquita ¿de qué sirve saber en qué anduve? Ni siquiera te conviene.

Sacó entonces a relucir sus tesoros, unos quizás indicios que yo no supe interpretar en ese momento. A saber, una botella de cachaça y un disco de Gal Costa. ¿Qué habría estado haciendo en Brasil? ¿Cuáles serían los próximos proyectos? ¿Qué lo habría traído de vuelta a jugarse la vida sabiendo que lo estaban buscando? Después dejé de interrogarme (callate, chiquita, me diría él). Vení, chiquita, me estaba diciendo, y yo opté por dejarme sumergir en la felicidad de haberlo recuperado, tratando de no inquietarme. ¿Qué sería de nosotros mañana, en los días siguientes?

La cachaça es un buen trago, baja y sube y recorre los caminos que debe recorrer y se aloja para dar calor donde más se la espera. Gal Costa canta cálido, con su voz nos envuelve y nos acuna y un poquito bailando y un poquito flotando llegamos a la cama y ya acostados nos seguimos mirando muy adentro, seguimos acariciándonos sin decidirnos tan pronto a abandonarnos a la pura sensación. Seguimos reconociéndonos, reencontrándonos.

Beto, lo miro y le digo y sé que ése no es su verdadero nombre pero es el único que le puedo pronunciar en voz alta. Él contesta:

-Un día lo lograremos, chiquita. Ahora prefiero no hablar.

Mejor. Que no se ponga él a hablar de lo que algún día lograremos y rompa la maravilla de lo que estamos a punto de lograr ahora, nosotros dos, solitos.

 «A noite eu so teu cavallo» canta de golpe Gal Costa desde el tocadiscos.

 -De noche soy tu caballo -traduzco despacito. Y como para envolverlo en magias y no dejarlo pensar en lo otro:

 -Es un canto de santo, como en la macumba. Una persona en trance dice que es el caballo del espíritu que la posee, es su montura.

 -Chiquita, vos siempre metiéndote en esoterismos y brujerías. Sabés muy bien que no se trata de espíritus, que si de noche sos mi caballo es porque yo te monto, así, así, y sólo de eso se trata.
   Fue tan lento, profundo, reiterado, tan cargado de afecto que acabamos agotados. Me dormí teniéndolo a él todavía encima.

De noche soy tu caballo…

… campanilla de mierda del teléfono que me fue extrayendo por oleadas de un pozo muy denso. Con gran esfuerzo para despertarme fui a atender pensando que podría ser Beto, claro, que no estaba más a mi lado, claro, siguiendo su inveterada costumbre de escaparse mientras duermo y sin dar su paradero. Para protegerme, dice.

Desde la otra punta del hilo una voz que pensé podría ser la de Andrés -del que llamamos Andrés- empezó a decirme:

-Lo encontraron a Beto, muerto. Flotando en el río cerca de la otra orilla. Parece que lo tiraron vivo desde un helicóptero. Está muy hinchado y descompuesto después de seis días en el agua, pero casi seguro es él.

-¡No, no puede ser Beto! -grité con imprudencia. Y de golpe esa voz como de Andrés se me hizo tan impersonal, ajena:

-¿Te parece?

-¿Quién habla? -se me ocurrió preguntar sólo entonces. Pero en ese momento colgaron.
   ¿Diez, quince minutos? ¿Cuánto tiempo me habré quedado mirando el teléfono como estúpida hasta que cayó la policía? No me la esperaba pero claro, sí, ¿cómo podía no esperármela? Las manos de ellos toqueteándome, sus voces insultándome, amenazándome, la casa registrada, dada vuelta. Pero yo ya sabía ¿qué me importaba entonces que se pusieran a romper lo rompible y a desmantelar placares?

No encontrarían nada. Mi única, verdadera posesión era un sueño y a uno no se lo despoja así nomás de un sueño. Mi sueño de la noche anterior en el que Beto estaba allí conmigo y nos amábamos. Lo había soñado, soñado todo, estaba profundamente convencida de haberlo soñado con lujo de detalles y hasta en colores. Y los sueños no conciernen a la cana.

Ellos quieren realidades, quieren hechos fehacientes de esos que yo no tengo ni para empezar a darles.

 Dónde está, vos lo viste, estuvo acá con vos, dónde se metió. Cantá, si no te va a pesar. Cantá, miserable, sabemos que vino a verte, dónde anda, cuál es su aguantadero. Está en la ciudad, vos lo viste, confesá, cantá, sabemos que vino a buscarte.

Hace meses que no sé nada de él, lo perdí, me abandonó, no sé nada de él desde hace meses, se me escapó, se metió bajo tierra, qué sé yo, se fue con otra, está en otro país, qué sé yo, me abandonó, lo odio, no sé nada. (Y quémenme nomás con cigarrillos, y patéenme todo lo que quieran, y amenacen, nomás, y métanme un ratón para que me coma por dentro, y arránquenme las uñas y hagan lo que quieran. ¿Voy a inventar por eso? ¿Voy a decirles que estuvo acá cuando hace mil años que se me fue para siempre?).

No voy a andar contándoles mis sueños, ¿eso qué importa? Al llamado Beto hace más de seis meses que no lo veo, y yo lo amaba. Desapareció, el hombre. Sólo me encuentro con él en sueños y son muy malos sueños que suelen transformarse en pesadillas.

Beto, ya lo sabés, Beto, si es cierto que te han matado o donde andes, de noche soy tu caballo y podés venir a visitarme cuando quieras aunque yo esté entre rejas. Beto, en la cárcel sé muy bien que te soñé aquella noche, sólo fue un sueño. Y si ustedes encuentran en mi casa un disco de Gal Costa y una botella de cachaça casi vacía, por favor no se preocupen: decreté que no existen.


© «De noche soy tu caballo» fue publicado en Cambio de armas, 1982.

La autora

Escribir

Escribo contra aquellos que creen tener todas las respuestas. Espero que cada uno de mis libros sea un semillero de preguntas que genera más preguntas y por suerte casi ninguna respuesta.
Pienso que se escribe siempre desde una carencia, y no para colmarla – esa sería una pretensión vana y pretenciosa – sino para interrogarla. Personalmente, tuve la suerte de empezar a escribir mis primeros cuentos de muy joven, eliminando así esa a veces infranqueable barrera de la autocrítica, y a los 20 años pude sumergirme con toda desfachatez en una novela. Fue un poco como el tango, «anclada en París» yo añoraba un Buenos Aires al que nunca iba a volver. Nunca iba a volver, entre otras razones, porque era mi Buenos Aires inventado, arquetípico, y esos inventos son siempre generativos y cambiantes como los mitos. La novela se llamó  Hay que sonreír, pero no como un consejo sino como una imposición.

Antes y después vinieron los cuentos, recopilados en un volumen que titulé Los Heréticosporque lo que me interesaba entonces – y me sigue interesando – es esa sutil barrera que separa a la religión de la herejía.

 Los heréticos fue publicado en el 67. El 70 fue para mí el año del gran corte, el del reconocimiento de la literatura volcánica y de mis propias erupciones internas. Creo que fue el shock del New York de fines de la década del 60 lo que gatilló un texto visceral, y espero que profundamente erótico, El gato eficaz .

Vertical u horizontal, para arriba y para abajo, escribía El gato eficaz  en ascensores, en viajes, camino hacia otras partes desconocidas, hacia zonas de mí misma por demás oscuras. Me alegro tanto de haberlo hecho, de haber podido aunque sea una vez soltar amarras y no reconocerme para nada. Es un libro que puedo retomar en cualquier momento, releer alguna página y asombrarme, como si no me perteneciera. Y con toda sinceridad creo que no me pertenece. Que ni siquiera es una criatura de mi imaginación. Es quizá un mínimo atisbo de contacto con el inconsciente transindividual, con el Otro con mayúscula como diría Lacan.

Después la vida de todos los días, claro, mi manía ambulatoria que empezó a llevarme de los Estados Unidos a México, a Francia, a Barcelona. Y un intento en Barcelona de escribir algo vagamente autobiográfico que empezaba así:

«Nació como nacemos todos, protestando por su/nuestra puta suerte. No se pudo establecer si cada berrido fue queja por ingresar en el mundo o por algo más sutil, como una angustia por la raza humana – los hermanos – al incorporarse a ese otro líquido amniótico tanto más colectivo que es el aire».

Después la autobiografía se echó a volar por su cuenta a la segunda página, y yo pude alegrarme nuevamente y sentir lo exultante que puede ser la creación literaria cuando el lenguaje empieza a expresarse a través de una, o mejor dicho a pesar de una misma.

Como en la guerra fue el título de esta novela, a la que le tuve que agregar unos acápites más o menos falsos para que se creyera que la guerra era de amor y no por esa otra subversión de valores que va moldeándose a medida que avanza el texto.

Tantos disimulos, tantas máscaras… Las mujeres sabemos mucho de esas cosas, es hora de que vayamos aprovechándolas para poder decir nuestra palabra, la palabra que hasta ahora nos estaba vedada.

Los cuentos de Aquí pasan cosas raras, crónicas de la paranoia porteña de los años negros. Pero esa fue la palabra vedada que pude de una manera u otra pronunciar. Por medio del grotesco, de un hiperrealismo literario, del humor negro, de lo que fuere, logré pasar las barreras de la censura gubernamental y decir en ese momento lo que tenía que decir.

Fue así como nació, bastante más adelante y luego de otros libros, Cambio de armas (Other Weapons), y algunos de los cuentos que integran la nueva colección: Simetrías.

Viví diez años en Nueva York (del 79 al 89), y habiendo escrito Novela negra con Argentinos (Black Novel with Argentines), que transcurre en los bajos fondos de esa ciudad, con reverberaciones de la política argentina, decidí que era tiempo de volver a mi país. El shock del retorno me llevó a escribir Realidad nacional desde la cama , por lo cual no sé muy bien dónde termina mi vida y empieza la literatura, o viceversa.

Agosto de 1991

Texto Escribir en:  Luisa Valenzuela