Por Miguel de Loyola

Para comenzar esta ponencia (*), quiero citar un párrafo del libro de Ramiro de Maeztu, Don Quijote, Don Juan y La Celestina, que señala lo siguiente: “Por ser el Quijote el libro del desencanto español, las mejores páginas que se le han dedicado las compusieron extranjeros que también soñaron con una vida de acción, pero que se decidieron, al fin, a vivir tranquilos en sus casas; románticos desengañados, que soñaron mucho, pero que no realizaron gran cosa.”

Desde luego, aclaro desde ya que no me siento todavía incluido entre  esos románticos desengañados,   más bien adhiero a los románticos que todavía creen que, al decir de Vargas Llosa en un mítico Congreso de escritores realizado en el año 1962, en la ciudad Concepción (Chile):  la literatura es lo más importante del mundo.

Sin duda, se ha escrito y hablado mucho sobre el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Sin embargo, todavía no se ha dicho todo. Una obra de arte, así como el misterio humano, no se agota en un ensayo ni en un libro. Ni el más erudito podrá acotar la totalidad de su contenido, y es probable que sigamos por los siglos hablando de la obra de Cervantes, en tanto existan lectores y perdure viva nuestra lengua castellana. Lo mismo ocurre todavía en Italia con Dante, en Inglaterra con Shakespeare, en  Alemania con Goethe. La pregunta inquietante es: ¿Dónde está el misterio, dónde radica su valor principal, a qué se debe que después de cuatro siglos todavía este viejo Quijote manchego le siga hablando al hombre actual?

No podemos concederle a la crítica su vigencia y eternidad. Muchos libros y autores han muerto a pesar del interés de los críticos por mantenerlos vivos. Estoy pensando, por ejemplo, en algunos autores de la generación 98, como Pío Baroja, Valle-Inclán, Ángel Ganivet, el propio Azorín, etc. ¿Dónde realmente radica, entonces, el valor universal del Quijote?

Sabemos que se trata de una novela, pero novelas se han escrito muchas y muy pocas perduran en el tiempo. Las más, ayer y hoy, se las lleva el viento y el ansia de novedad de las nuevas generaciones. En cambio, este Quijote se resiste a morir y cruza los siglos cabalgando sobre un viejo rocín, acompañado de un tal Sancho Panza sobre una burra perezosa haciendo de bufón. Sus cabalgatas por las llanuras de Castilla lo han hecho inmortal, y no hay quien en su imaginación no lo haya visto cabalgando bajo el claro de la luna, o bajo el sol implacable de la canícula de agosto.

El argumento de la novela podemos resumirlo en un par de frases: se trata de la historia de un hombre de cincuenta años que ha perdido el juicio leyendo novelas de caballería y que, movido por la locura de llevar sus lecturas a la realidad, se lanza a la aventura de recorrer caminos investido de caballero andante, arrastrando en su delirio a Sancho Panza como escudero.

¿Cómo puede este simple argumento sostener en pie a la novela durante cuatro siglos? ¿Cuántas con mejores argumentos han desaparecido del imaginario del lector?

¿Por dónde podríamos comenzar entonces a buscar las fortalezas del Ingenioso Hidalgo si su argumento, en principio, visto como un simple enunciado, no nos resulta interesante?

Se me ocurre que más de alguna de las innumerables novelas escritas por Benito Pérez Galdós, varios siglos más tarde, contienen argumentos que podrían resultarnos superiores al de la obra de Cervantes, pero probado está que ninguna de ellas alcanza la universalidad del Quijote.

Desde que existe el lenguaje, el hombre ha contando y escrito historias reales o imaginarias, movido por la necesidad de oír y contar. La literatura es un efecto de dicha necesidad inherente al hablante; es la transformación de un relato en un objeto artístico, guardando ciertas reglas convencionales propias e indispensables en toda labor artística. Así, aceptamos que tal o cual relato es una novela y tal otro un cuento o un poema. A mi parecer, es probable que, revisando en las reglas convencionales del género novelesco, podamos abordar las fortalezas del Ingenioso Hidalgo, dejando al margen vida y figura del autor, a quien algunos críticos, especialmente españoles, suelen todavía darle demasiada importancia, indagando en las vicisitudes de su azarosa vida el origen y fortalezas de su obra monumental. Un aforismo acuñado por la sabiduría popular sostiene: “El Quijote no lo ha escrito Cervantes: lo ha escrito la posteridad.”

La literatura es el arte de encantar las palabras. La sentencia proviene de Stevenson (1850-1894), autor de La Isla del Tesoro, otra novela que comienza a cruzar los siglos. Si tomamos este aforismo como proposición o hipótesis, a poco andar podríamos demostrar que, en efecto, en El Quijote las palabras están encantadas. Fue escrita en la cúspide del llamado Siglo de Oro español, momento crucial en que la lengua castellana alcanza su mayor esplendor. Y si uno lee de vez en cuando algún capítulo del Quijote en voz alta, repica en nuestros oídos el ruido natural de los vocablos castellanos como si estuvieran vivos y palpitantes, salvo aquellos que han caído en total desuso. Pero advierto que esto también sucede con la prosa y poesía de otros autores de esa misma época, con Garcilaso de la Vega, Lope de Vega, Calderón de la Barca, etc. En sus obras la lengua castellana del Siglo de Oro sigue vigente para nuestro entendimiento. Lo que significa que tampoco va por ahí la apreciación hecha por Stevenson. Encantar las palabras sugiere algo todavía superior al esplendor natural del idioma. Se trata, evidentemente, de otorgarle al lenguaje un valor connotativo que está por encima de su significado más corriente. Tomemos, por ejemplo, la frase “el caballero de la triste figura”, como nomina en más de algún momento el narrador metafóricamente a su héroe. He ahí, en la metáfora, el encantamiento de las palabras, cuando éstas despiertan o encienden en la conciencia del lector la mayor cantidad de luces posibles, sugiriendo una imagen. Cada lector verá al caballero de la triste figura de distinta manera, pero universalmente la idea es la misma. Podríamos recoger del Quijote muchas expresiones connotativas como estas, pero con todas ellas juntas tampoco podríamos asegurar que constituyen su mayor fortaleza. Ortega y Gasset, en Meditaciones del Quijote sostiene: El material con que Cervantes trabaja, el elemento simple de su obra, no es el vocablo, sino el refrán, el proverbio, la frase hecha, el donaire, la anécdota, el modismo, el lugar corriente, la lengua popular, en suma, incluyendo en ella la cultura media de Universidades y Seminarios. Y advierte:  Pero la lengua hablada en España, con su castizo contenido mental, es la materia en que Cervantes ha trabajado, no su obra; como una estatua no es la piedra en la cual se la ha esculpido, sino las líneas ideales que en el mármol fue trazando un cincel.

El Ingenioso Hidalgo, aunque calificado por muchos como obra realista, está plagada de ambigüedades que le confieren un valor que excede tal terminante calificación. Es realista, claro, en tanto los lugares recorridos y visitados por Don Quijote se corresponden con la realidad de la época, como las llamadas ventas, molinos, y lugareños. Sin embargo, la visión interior del protagonista es otra, y alcanza los ribetes de lo fantástico toda vez que confunde dichos lugares y personas con palacios, gigantes, reyes y reinas. Borges en su artículo Magias parciales del Quijote, cotejando dicho realismo con libros clásicos como La Iliada, La Eneida, la comedia dantesca, las tragedias y comedias de Shakespeare, sostiene que sería una obra realista al contraponer a un mundo imaginario poético un mundo real prosaico. “A las vastas y vagas geografías del Amadis opone los polvorientos caminos y los sórdidos mesones de Castilla.”  Sin embargo, añade más adelante: “Cervantes se complace en confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro.” Y luego se pregunta: “¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet?” Finalmente añade, “tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios.”

En consecuencia, poco nos sirve tildar al Quijote de realista. Por el contrario, podemos concluir que esta ambigüedad es otra de sus grandes fortalezas para sostenerlo en pie. Recordemos que Alonso Quijano o Quesada, he ahí otro juego de ambigüedad, se convierte en el Quijote cuando, a juicio de sus parientes y conocidos, pierde el juicio. “Creía que los libros de caballería eran historias verdaderas; de aquí que diera en hacerse caballero andante”, y al momento de morir, es sintomático que vuelva a ser Alonso Quijano el Bueno, renegando al tal Quijote de la Mancha. “Yo fui loco, ya soy cuerdo: fui Don Quijote de la Mancha, y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme la estimación que de mí se tenía…”

Las grandes pinceladas barrocas de la novela, pueden tenerse también como poderosas fortalezas. El recurso estilístico de la parodia contribuye a realzar la ambigüedad y  la provocación, que es otra de las importantes características de una obra de arte. Arnold Hausser plantea que el arte es fundamentalmente  provocación. Imaginemos si esta novela en su época no lo fue en grado sumo, si todavía hoy sigue provocando todo tipo de comentarios y calificaciones al lector.

Recordemos que el propio Cervantes en el prólogo hace hincapié en que su proyecto creador es una parodia. Esto implica una opción previa, una determinación  de orden estilístico:  “pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias  de los libros de caballerías, que, por las de mi verdadero Don Quijote, van tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna.”

Sabemos entonces desde un comienzo que toda la narración, toda la historia es paródica y alcanza los ribetes más altos cuando llega a las fronteras de lo grotesco, categoría que reconocemos como clásica dentro del arte barroco. Grotesco es nuestro Quijote toda vez que actúa y arremete como joven impetuoso siendo un viejo a quien le duelen los huesos; grotesco su escudero en relación al a finura del caballero; grotesco es el lenguaje de Don Quijote en relación al del escudero; grotesco también en grado sumo el amor delicado de Don Quijote, frente a la crudeza y grosería de sus amadas y aún de su señora del Toboso; grotesco su Rocinante y aún  la mula de Sancho siguiéndolo por los caminos. En fin, lo grotesco está presente en los contrastes, entre el realismo de Sancho y el idealismo de Don Quijote. Del contraste también, entre vejez y juventud, deriva la locura del héroe. Y sin embargo, comprendemos que detrás de lo grotesco de nuestro héroe subyace su grandiosidad y dignidad de ser de carne y hueso que nos conmueve y nos duele porque entendemos la alegoría y vemos vivo en él al hombre idealista de todos los tiempos.

He ahí, quizás, una de sus mayores fortalezas. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha se oculta el hombre idealista de todos los tiempos. Ortega y Gasset define muy bien la personalidad del héroe que encarna Don Quijote:

Existen hombres decididos a no contentarse con la realidad. Aspiran los tales que las cosas lleven un curso distinto: se niegan a repetir los gestos que la costumbre, la tradición, y en resumen, los instintos biológicos les fuerzan a hacer. Estos hombres llamamos héroes. Porque ser héroe consiste en ser uno, uno mismo. Si nos resistimos a que la herencia, a que lo circunstante nos impongan unas acciones determinadas, es que buscamos asentar en nosotros, y sólo en nosotros, el origen de nuestros actos. Cuando el héroe quiere, no son los antepasados en él o los usos del presente quienes quieren, sino él mismo. Y este querer ser él mismo es la heroicidad. No creo que exista especie de originalidad más profunda que esta originalidad ‘práctica’, activa del héroe. Su vida es una perpetua resistencia a lo habitual y consueto. Cada movimiento que hace ha necesitado primero vencer a la costumbre e inventar una nueva manera de gesto. Una vida así es un perenne dolor, un constante desgarrarse de aquella parte de sí mismo rendida al hábito, prisionera de la materia

Si utilizamos algunos criterios estéticos acuñados por Bajtin, podemos precisar más fortalezas en la obra. La novela de Cervantes no está exenta de lo que el teórico ruso nomina discurso polifónico, entendiendo por él la liberación de voces diferentes en un mismo texto. Se da, por cierto, una amplia gama de voces que corresponden a las más diversas clases sociales de la época, y a otras anteriores aún.  De hecho,  Don Quijote habla como un hombre medieval toda vez que lo hace como caballero andante. Luego, la parodia nos lleva a la carnavalización del discurso, cuando se subvierten los valores y los roles de los personajes. Sancho habla como un Hidalgo cuando asume como gobernador de la Insula, y los hidalgos hablan como Sancho. Vemos en el Quijote tales subversiones a vista y paciencia, sin embargo, todas nos resultan verosímiles. Tan increíblemente verosímiles que a ratos ni siquiera nos damos cuenta de las barbaridades que están pasando ante nuestros ojos. Y la verosimilitud, a juicio de Aristóteles en su reconocida Poética,  es quizá todavía una de las categorías estéticas más importantes. He ahí entonces otra de sus más grandes fortalezas. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha es verosímil, sus disparatas historias resultan creíbles, aunque sabemos de antemano que son en la realidad mundos imposibles.

Si tomamos la definición de obra literaria como: suma total de todos los recursos estilísticos, formulada por la llamada Nueva Crítica, a poco andar llegamos al convencimiento que Cervantes para escribir El Quijote utilizó conscientemente todos los recursos estilísticos de los que tuvo conocimiento. Y vaya si no fueron pocos, en un momento en que el arte de la literatura tocaba el cielo. Baste recordar la obra y figura de Lope de Vega, un creador considerado en su época como un verdadero dios.  Porque lo que distingue a la literatura del lenguaje práctico, sostienen dichos críticos, es su cualidad de lenguaje elaborado. Cuidado entonces con suponer que la obra fue escrita por un artista que no sabía lo que hacía. 

           

De Bertolt Brecht podríamos tomar lo que ha llamado distanciamiento o efecto de distanciamiento para hallar otra fortaleza. Brecht sostiene que: para evitar que el público caiga en un estado de aceptación pasiva, es preciso hacer añicos la realidad utilizando el distanciamiento. ¿Y qué otra cosa está haciendo Cervantes con su Quijote, embistiendo los mitos acuñados en su época respecto a las novelas de caballería, y de la misma realidad, recorriendo Don Quijote los caminos disfrazado como un payaso de Caballero Andante?

También podríamos preguntar: ¿cuán distante está el autor de la obra? O, mejor dicho, ¿cuenta con suficiente autonomía del autor? De seguro, allí también encontramos otra fortaleza. Y podríamos seguir con la estética de Brecht encontrando fortalezas, “para decir algo, nos dice, hay cosas que no deben ser dichas.” ¿Cuánto nos dice Don Quijote a través de su parodia sin decirlo directamente? Si tal era el desdén de Cervantes por las novelas de caballería, bien podría haber escrito un ensayo, pero optó por la novela, porque en esas novelas de caballería estaba, como ya dijimos, el ideal del hombre idealista de todos los tiempos.

Ahora, si nos detenemos un momento en la trama, entendiendo por ella la disposición artística de los acontecimientos, encontramos nuevas fortalezas. La trama, sabemos, es siempre literaria, es decir, elaborada cerebralmente  por el autor, y la narración, la materia prima para ser organizada por el escritor. Se especula mucho sobre la vida de Cervantes, que vivió aquí y allá, que se enamoró en Italia de una prostituta, también de una aldeana, que fue vividor, profesor, soldado, marino, cobrador, que perdió la mano en la batalla de Lepanto, etc.

En suma, que el anecdotario de su vida entera estaría inserto en las páginas del Quijote. Sin embargo, si bien algunos estudiosos e historiadores pueden precisar la veracidad o realidad de tales hechos vivido por Cervantes, ninguno de ellos, en concreto, es prueba suficiente para validar la grandeza del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Sólo la disposición literaria de la trama, real o imaginada, le confiere a su obra la mayor de las fortalezas.

Finalmente, sería interesante preguntarse quiénes son los que todavía en nuestros días leen o han leído El Quijote. Porque me asiste la sospecha y, quizá más bien la convicción, de que son muy pocos. Además, el tamaño descomunal de la novela, no lo hace, por cierto, un libro de fácil compañía. Sin embargo, aún no habiéndolo leído, se tiene noticia de él, y se habla y se estila usar el sustantivo “Quijote” como adjetivo para calificar o nominar a personajes y situaciones. Es decir, quiero señalar con esto que la obra máxima de Cervantes se encuentra todavía viva en el interior del inconsciente colectivo de la comunidad hispanohablante, y aún, habría que agregar, también en hombres de otras lenguas y culturas. Este hecho revela ciertamente una verdad: Don Quijote no sólo es un fantasma literario, como ya lo ha dicho Maeztu, representa el espíritu idealista de todos los tiempos, y a él adhieren hoy, como ayer, las naturalezas sensitivas que son generalmente las más susceptibles al idealismo.  

Hoy los nuevos Quijotes nos parecemos en mucho al verdadero y, si bien no vamos por el mundo vestidos, precisamente, de caballeros andantes, lo hacemos disfrazados de profesores. Una profesión que día a día en nuestros países pierde importancia, manejada como está la educación por intereses primeramente comerciales. Los escritores, por cierto, somos también viejos quijotes que poco o nada contamos en medio de este mundo orientado hacia la búsqueda de riqueza constante y sonante. Pero hay más, también hay Quijotes en otras áreas que luchan por ideales que son antítesis del interés material del mundo actual.  Los ecologistas, por ejemplo, están luchando por defender al planeta del hombre, a sabiendas de que se trata de una empresa tan imposible como vencer a los molinos de viento de la Mancha con una espada de madera. Es decir, la alegoría que recrea el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, sigue tan vigente ayer como hoy y, por eso, evidentemente, ha cruzado y seguirá cruzando los siglos, porque idealismo y materialismo es un binomio dialéctico imposible de separar.

Bibliografía

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Borges, Jorge Luis. “Magias parciales del Quijote.”  Obras Completas. Buenos Aires: Emecé Editores, 1974.

Casalduero, Joaquín. Sentido y forma del Quijote. Madrid: Ediciones Insula, 1949.

Cimorra, Clemente. Cervantes. Buenos Aires: José Ballesta Editor, 1952

De Maeztu, Ramiro. Don Quijote, Don Juan y La Celestina. Buenos Aires: Colección Austral, 1948.

Hagel Echeñique, Jaime. Saber y Contar. Santiago de Chile: Ediciones de la Universidad Católica de Chile, 1999.

Hauser, Arnold. Teoría del arte. Trd. Felipe González V. Madrid: Guadarrama, 1975.

James, Henry. El Arte de la novela y otros ensayos. Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1973.

Ortega y Gasset, José. Las Meditaciones del Quijote. Madrid: Cátedra, 1984.

Raman Selden. La teoría literaria contemporánea. Ariel, 1996

Unamuno, Miguel. Vida de Don Quijote y Sancho. Buenos Aires: Colección Austral, 1949.

(*) Esta ponencia fue leída en el Encuentro de Arte Poética e Integración, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, junio del 2007.