Gómez Palacio, por Roberto Bolaño

Por Javier Avilés

Una de las técnicas narrativas frecuentes en Bolaño consiste en la realidad ficcionada a través de un relato autobiográfico en el que el autor juega a emplear su realidad vivida como fuente literaria. Cuánto hay de realidad en este tipo de relatos es algo irrelevante, como mucho puedo admitir que puede resultar curioso conocer el origen de la inspiración de los relatos, pero nada más:

«Fui a Gómez Palacio en una de las peores épocas de mi vida. Tenía veintitrés años y sabía que mis días en México estaban contados.»

El inicio ya presagia que «Gómez Palacio» es un relato emocional. Como en muchos relatos de Bolaño no es tan importante lo que se cuenta (aunque también lo es) como las sensaciones que se desprenden de la lectura. Y aunque hemos convenido no referirnos a otras obras de Bolaño, mantenernos en lo que cada relato nos ofrece, no podemos dejar de apuntar que el desierto del norte de México, como en Los detectives salvajes y en 2666, es también en «Gómez Palacio» un territorio literario en el que los personajes de Bolaño luchan contra una atmósfera de tristeza irrespirable, de desamparo y soledad:

«Todo aquello no tenía sentido, pensaba, pero en el fondo sabía que tenía sentido y ese sentido era el que me desgarraba, para utilizar una expresión un tanto exagerada que yo, sin embargo, no consideraba exagerada. Tal vez confundía entonces sentido con necesidad. Tal vez sólo estaba nervioso.»

«Tal vez»…, esa imprecisión es clave también en un relato en el que las cosas son y no son, como si el narrador bucease en un espeso marasmo de recuerdos gelatinosos:

«Cuando salimos, la directora me estaba esperando junto a dos tipos que resultaron ser funcionarios del estado de Durango. No sé por qué, pensé que eran policías y que habían ido a detenerme.»
«Le menté la madre con un gesto. Tal vez no fue sólo un gesto. Tal vez grité chinga tu madre y el conductor me vio o me oyó. Pero eso, como casi todo en esta historia, es improbable.»

«Después encendió el motor y avanzó lentamente hasta pasar junto al coche detenido unos metros más adelante. Miré por la ventanilla. El conductor en ese momento me dio la espalda y no pude verle la cara.

¿Estás segura de que era tu marido?, le pregunté cuando el coche ya se perdía otra vez en dirección a los cerros. No, dijo la directora, y se echó a reír. Creo que no era.»

No hay en el relato nada preciso, salvo el fenómeno óptico que la directora enseña al narrador, sobre el cual, quizás, es mejor no indagar, para que no aflore su prosaico origen. Porque también hay en el relato una reflexión sobre la escritura, sobre el acto de escribir, sobre la poesía y la pretenciosidad de los poetas, y es posible que ese acontecimiento destacable que cierra el relato, el rayo verde, sea una especie de alegoría sobre la desesperación del artista y su condena a extraer belleza de lo vulgar. Esa teoría se desarrolla en una especie de flashback que interrumpe la narración lineal y se encuadra entre dos «es mi mejor amiga», donde relata una puntual experiencia con los alumnos del taller en el que sale a relucir el origen del deseo de escribir. «Pero yo ya no estaba seguro de nada» dice el narrador, ni sobre la poesía ni sobre la vida. No sé, tal vez elucubro. Lo importante en Gómez Palacio es el desierto, la luz del sol y «un cielo que se asemejaba a un alud de piedras.»

Tal vez por eso, por el desierto que crece a ambos lados de la carretera, el relato de Bolaño me ha recordado alguna película de Lynch. Por el silencio. El espacio abierto. El sol. La inmovilidad.

* “Gómez Palacio” pertenece al volumen Putas Asesinas.

Javier Avilés (Barcelona, 1962). Sostiene el blog dedicado al cine y a la literatura El Lamento de Portnoy