Por Óscar Barrientos Bradasic

“- Lloró convulsa contra el espejo, pintó encima con rouge y lágrimas de un pez: -Pez, acuérdate del pez”

Gonzalo Rojas

– “La distancia más breve entre dos verdades rotundas, en este caso, la llama y el fondo del océano, es un animalito que puede recorrer las profundidades o convertirse en ágiles luciérnagas que se pierden en el crepúsculo”- me dijo aquella vez el poeta Aníbal Saratoga sentado en un banco de la Puerta del Viento, la plaza principal de Puerto Peregrino.

Mi buen amigo se veía delgado y nervioso y con un hilo de voz ronca (que acusaba prolongadas resacas) me narró una curiosa historia. Atribuí sus palabras a esa ya insistente costumbre de explicar sus abismos interiores con fábulas de retorcidas moralejas. Tras encender la cazoleta de su pipa, me relató:

– “Si caminas hasta el límite del malecón, justo donde el casco histórico de la ciudad comienza a diluirse para dejar en su lugar, las ferias populares y los lúgubres barrios de trizado cemento, encontrarás una Fuente de Soda que ostenta el no menos pretencioso nombre de “El harem de las walquirias”. Ni una cosa, ni la otra. Es más bien un antro pintado con palmeras de incisivo gusto bizarro y unos vagos dibujos mitológicos, como los que aparecen en libros escolares. Tampoco tiene mucho de harem. Sus meretrices son mujeres castigadas por la vida, desdentadas y tristes, ya sea obesas como musas de Botero o muy escuálidas. Casi siempre huyendo del amanecer, a la manera de una horda de vampiresas anémicas.

Bar de pescadores esencialmente, cuyos rostros hirsutos y oscuros delatan una genuina expresión de instinto. Al principio me observaban extrañados y con despectiva irrisión cuando entraba a “El harem de las walquirias” con mi sombrero de alón y la capa negra de poeta, pero al poco tiempo mi presencia se tornó trivial, hasta culminar compartiendo en sus mesas, los jubilosos licores del amanecer.

Mis visitas respondían al nombre de Proserpina. Era la cantinera más bella del bar, una muchacha de pelo orgullosamente oscuro el cual contrastaba con su sonrisa amplia, propia de una alegría vaga y despreocupada que resplandecía en esa atmósfera patética. Todos los asiduos a “El harem de las walquirias” ofrecieron alguna vez una suma por sus favores, sin jamás conseguirlo. Hombres de mar que ofertaban sus modestos salarios por una noche infinita con esta mujer cuyo nombre recordaba a la emperatriz de los infiernos. Yo también pensé en vender la manta de Castilla y mis mejores libros con el sólo fin de engranar en el regazo de su embrujo.

Una noche en que yo estaba algo bebido le regalé unos poemas que había escrito en su honor unos días antes, acariciando la vagabunda idea de perpetrar en su alma alegre y distendida, pero también hermética.

-No sé leer – me dijo sonriendo con sus labios. Sus bellos labios.

Proserpina se limitaba a servir las copas y marcharse dejando tras de sí un halo de ausencia y vacío. En cierta oportunidad, uno de los parroquianos más antiguos me dijo –No sea tonto, poeta. Proserpina lo único que quiere es el pez de fuego”.

El poeta Saratoga se tornó de pronto misterioso como dando rienda suelta a un secreto hondamente guardado. Sus ojos se enfocaban en el vacío. Tras el toser de la pipa, continuó con su voz ronca y opaca:

“El pez de fuego es un habitante de las profundidades que en ocasiones asciende hasta la superficie y da un salto que cercena la tarde en dos, como una ráfaga crepuscular que escupen los dioses salados a los impacientes vigías. Quienes lo han visto hablan de un delfín tatuado en llamas cuya acrobacia deja al observador perplejo, un sentimiento similar a nuestro primer miedo. Otros dicen que es más bien una estrella fugaz que muestra sus aristas antes de hundirse como la campana de un naufragio, llevando su tañir de badajo gutural a través de los corales, roqueríos, abismos.

Se encuentran alegorías muy cuidadas en los bestiarios encuadernados en hierro y en los libros de magia. Descripciones fabulosas de las criaturas que habitan las cavernas de las pesadillas y los malévolos genios que alguna vez gobernaron la tierra. Pero poco se habla de este tipo de seres, amparados en la paradoja y la imaginación de los pescadores.

-Nunca conseguiré ese tributo – me decía mientras revisaba libros y gastados cronicones. Se dice que el pez de fuego es fruto del amor entre una ola impetuosa y un relámpago, que oculta en su interior a espíritus luminosos y gentiles, cautivos entre las tripas.

Di por fracasada la tentativa de cortejar a la hermosa Proserpina. Eso no impidió que concurriese bastante seguido a emborracharme en “El harem de las walquirias”. Sin nada que perder veía alejarse su belleza arrogante y boticelliana, consciente que todos sus pretendientes podíamos arrebatarle los secretos al océano, pero jamás al mito.

Fue al regreso de una de esas noches aguardentosas, en que llovía torrencialmente, cuando me desorienté entre la embriaguez y una garúa insistente que impedía ver las propias manos. En la atmósfera portuaria un aire de confusión y duermevela.

Me acerqué demasiado a la bahía hasta que pisé en falso y caí al agua empujado por el viento como un ancla oxidada.

La pesada capa me hundía en la oscuridad, y en vano trataba de aferrarme a los gruesos tablones de la bahía. Apenas me di cuenta que definitivamente me ahogaba, distinguí una luz que se insinuaba tímida, ensanchándose ante mis ojos asombrados. Pocos, creo yo, han visto la serena belleza de un rayo que flamea en la oscuridad del mar.

Ascendí hasta la superficie empapado y tembloroso, pero con los ojos impregnados de un destello que no era de este mundo”.

Esta vez la pipa del poeta se apagaba, dejando una tenue estela de humo. Me observó con expresión de perplejidad, reconstituyendo con su mirada el momento en que tuvo el pez de fuego en sus manos, a la manera de un amuleto irremplazable.

“La noche siguiente acordé una cita con Proserpina al final de su jornada de trabajo, en la esquina de la Fuente de Soda, diciéndole antes que podía pagar por sus favores.

 Llegó con leve retraso y se veía distinta, con menos maquillaje y un grueso abrigo de gamuza ajustado a su cuerpo de princesa vagabunda y altiva. Yo permanecía erguido con mi pescado bajo el brazo, envuelto en un periódico de hace varios años.

Caminamos entre las viejas callejuelas de la mano como adolescentes fugados del colegio. Nos reíamos sin saber porqué en medio de esa noche con forma laberinto, de estrella, de campana.

Al poco rato me encontré en su hogar, unas pocas habitaciones húmedas donde los chiflones se filtraban por las rendijas como estremeciendo los huesos de la casa. El rostro de Proserpina se tiñó con su sonrisa fresca cuando deposité el pescado en su mesa, inmóvil y lacio, de color ya azafranado. Tomó un cuchillo entre sus manos.

-¿Qué sentido tiene todo esto?- la detuve.

 – Por si no te has dado cuenta, también estamos en la profundidades- contestó como pronunciando una sentencia.

Cuando cortó verticalmente el cuerpo del pescado una franja luminosa relució entre las vísceras y comenzaron a salir pequeñas luciérnagas que revoloteaban por el techo. Proserpina reía a carcajadas cuando del pequeño cuerpo inerte emergieron enjambres de seres ínfimos y luminosos como soles de un remoto planeta, de una patria lejana y feliz.

Abrimos la ventana y se perdieron en la boca de la noche.

Hicimos el amor con la dulce certeza de quien derriba castillos de naipe. Luego abrí los ojos de golpe y esa sensación de vacío, de duelo ante un momento que la vida se llevaría a los ignorados baúles del olvido.

Me vestí en la oscuridad y mientras observaba su desnudez dormida, me embargó una súbita sensación de tristeza.

Unas horas después, en medio del amanecer, caminaba de regreso, y pude darme cuenta que en las fachadas de las tristes casas iluminadas con faroles mortecinos, las ráfagas de luz sobrevolaban dichosas como respondiendo a un pacto firmado con la magia”.

Cuando Saratoga inclinaba la cabeza como intentando que los recuerdos no se diluyan por completo entre las redes del tiempo, supe que asomaría entre sus labios la extraña moraleja.

-“Por eso, querido amigo, siempre que la ola se empine sobre el lomo de la tormenta y el rayo parta el horizonte negro, el viejo pez luminoso albergará en su interior un enjambre de luces infinitas, un precio pagado a la heroína de los bebedores tristes, quizás el faro de los náufragos perdidos o una bandada de habitantes prendidos en la soledad de la noche, que ilumina las callejuelas sin luz”.

Oscar Barrientos Bradasic (1974). Se tituló de Profesor de Castellano en la Universidad Austral de Chile. En la misma casa de estudios obtuvo un Magíster en Filología con mención en Literatura Hispánica. Posteriormente cursó un Doctorado en Educación en la Universidad de Salamanca (España).
En Valdivia perteneció al Grupo Mangosta y trabajó en la creación y difusión de la revista de literatura Ciudad circular.

Ha editado tres libros de narrativa: La ira y la abundancia (Mosquito Editores, Colección de narrativa La Casa Invertida, Santiago, 1998), El diccionario de las veletas y otros relatos portuarios (Cuarto Propio, Santiago, 2003)  y  Cuentos para murciélagos tristes. También editó el libro de poesía  Égloga de los cántaros sucios (El Kultrún, Valdivia, 2004).

Ha sido merecedor de diversos reconocimientos, entre los que cabe destacar el Premio María Cristina Ursic de Poesía (1988), la beca de creación literaria del Fondo del Libro y la Lectura (2002 y 2004 respectivamente), El Premio Municipal de la Ilustre Municipalidad de Valdivia «Fernando Santiván» (1998) y la mención honrosa del mismo premio el año 2002.

Ha publicado monografías en Chile y el extranjero. De la misma manera ha presentado su trabajo en España y Argentina. Algunos de sus textos se han  traducido al francés, alemán y croata.
Fue incluido en la Antología InSURgente (Nuevos poetas magallánicos) de Pavel Oyarzún y Juan Magal y en Años luz. Mapa de la ciencia ficción chilena de Marcelo Novoa.