Por Carlos Monge
«Teníamos diecisiete años y no permitiré que nadie diga que ésa es la edad más feliz de la vida» (PAUL NIZAN)
I
-¿Tú soi el primo de Beli…?
El aludido (camisa Grafa, pantalón vaquero, bigote tártaro, mechón caído sobre la frente) se asomó por la ventana del kiosco ante la inesperada inquisitoria y asintió, con un dejo de recelo brillando en el fondo de sus ojos oscuros.
El puesto de periódicos estaba justo en 7 y 49, en pleno centro de La Plata. Era un típico kiosco metálico abarrotado con publicaciones que competían desde sus primeras planas para atraer la atención de los paseantes. Las luces de una agitada noche de marzo iluminaban la escena de un encuentro irrelevante y banal en uno de los márgenes de la amplia avenida que se extendía bajo la sombra de los plátanos orientales.
La pregunta, formulada con un acento que poco y nada se escuchaba por esos lados, pareció extrañar al interpelado que aprovechó la ocasión para escapar de la claustrofóbica jaula en la que permanecía sentado y ofreció su mano al desconocido que estaba frente a él.
-Me llamo Rodolfo, pero todos me dicen Fito…- añadió, al tiempo que lo saludaba, mientras una sonrisa encendía su rostro, en el que la cordialidad comenzó a dejar atrás la desconfianza inicial.
-Yo soy Pablo y vengo de Chile-, apuntó a su vez su interlocutor, que sabía que la inflexión dada a su interrogante era ya una auténtica declaración de extranjería.
El aire, perfumado con el aroma dulzón de los tilos, en una insospechada combinación con el acre olor de las pizzerías y las parrillas, tenía esa inminente carga de tormenta de las noches platenses, colmadas de humedad y amenazas de sudestada. El río de la calle fluía sin pausa con su atmósfera de exaltación, de voces que no evadían los tonos altos, y esa pátina de esplendor artificial arrojada por las luces de mercurio sobre las vidrieras de las tiendas.
En la parte baja del kiosco se exhibían las revistas de mayor salida que a esa hora desplazaban ya a los vespertinos. El Descamisado, Militancia, Nuevo Hombre, Crisis y Satiricón eran algunos de los rótulos que resaltaban en medio de la abigarrada mezcla de titulares. En el otro extremo del espectro, Cabildo y El Caudillo -que pregonaba desde su rampante subtítulo: “El mejor enemigo es el enemigo muerto«-, intentaban equilibrar el fiel de la balanza de una prensa política que hablaba de un país que marchaba hacia una confrontación inevitable.
La conversación fue interrumpida por un cliente que los miró con cara de querer saber a quién debía pagarle. Fito volvió a su cubículo para entregarle el cambio, y la charla se reanudó de inmediato, matizada por renovadas interrupciones. Aun así, al poco rato comenzaron a entenderse. Pablo estaba recién llegado del otro lado de los Andes y era una más de las almas que quedaron flotando a la deriva luego del cataclismo que provocó en su país el golpe de Estado del 73.
El golpe mismo lo sorprendió en Santiago, donde pasaba unos días junto a su familia, y no en Concepción, donde estudiaba Periodismo y habitaba lo que en un tiempo fuera la sala de atención de un dentista, con sillón giratorio y todo: una toma dentro de la toma de la que surgió el hogar Luis Emilio Recabarren.
Quiso el azar, el destino o lo que fuere, que ese 11 de septiembre no se encontrara en el ex internado de monjas. Y no pudiera enfrentar ese momento de prueba, acudiendo al último llamado realizado por la prensa partidaria: “Cada cual a su puesto de combate«, antes de que las cortinas de la historia se bajaran con estrépito y sangre sobre las anchas alamedas.
Así, pues, se salvó de ir a engrosar las filas de estudiantes, sacados a horas tempranas de sus camas por los cosacos de la infantería de Marina, y arriados como un piño hacia la base naval de Talcahuano. Se enteró de la asonada, en cambio, mientras esperaba en Plaza Almagro la custodia policial que debía escoltar al convoy de buses rumbo al sur, en medio de un paro del transporte, y confirmó que las cosas andaban mal cuando vio a los Hawker Hunters sobrevolar el cielo de Santiago en ese gris día de otoño.
Luego vio pasar a un par de carabineros con cascos de acero y armas largas por San Diego, en dirección hacia el centro, con expresión de incredulidad en sus rostros, como si no terminaran de entender qué diablos estaba pasando. Y terminó su jornada, ingloriosamente, buscando refugio en el departamento de una tía, en calle San Isidro, donde llevó junto a él a un compañero con el que se cruzó durante la espera del bus que no llegaría nunca, tras desembarazarse de la Punto Final, que proclamaba desde su portada: “Soldado, desobedece a los oficiales que te incitan al golpe…«
Lo demás fue una sucesión de escenas carentes, en absoluto, de épica: Pablo, su amigo y sus familiares sintonizando, con los nervios crispados, la radio del living para escuchar los últimos mensajes de Allende y los primeros bandos que intimaban a la rendición de sus partidarios. A continuación, todos subieron, como autómatas, obedeciendo a un misterioso mandato, a la azotea del edificio de tres pisos para observar el bombardeo de La Moneda, reducidos a testigos inertes de una escena que cambiaría cada una de sus minúsculas vidas.
Y vinieron dos días de encierro, forzados por el toque de queda y la ley marcial, en los que quemó papeles en la tina del baño, aguardando el puntapié en la puerta que anunciara el esperado allanamiento, mientras afuera, en las calles, los disparos surcaban la noche contra enemigos imaginarios o reales, como una clara advertencia de que esta vez la cosa sí iba en serio.
De eso y de algunas cosas más hablaron Pablo y Fito en esa pegajosa noche de marzo en la que el aire olía a río desbocado y a catástrofe próxima, y en las paredes se leían pintadas amenazantes: “Apoyo a los leales, amasijo a los traidores»; “Cinco por uno no va a quedar ninguno»; “Rucci traidor, a vos te va a pasar lo mismo que a Vandor»; “Mazorca, mazorca, los bolches a la horca…»
II
La Argentina se había convertido en el campo de batalla de proyectos excluyentes en los que el exterminio del rival parecía ocupar un lugar central. “Se había abierto la temporada de caza y nosotros éramos los conejos», pensó Pablo, años más tarde, cuando una vez que cesó la tempestad, los signos de los tiempos se pudieron ir ordenando en su mente.
Pero en aquellos días todo era confusión: estruendo de consignas y de bombos que, como un coro griego, acompañaban los presagios de la tragedia en ciernes. “El Viejo» -que así era como llamaban a Perón tanto adeptos como contradictores- había regresado al país hacía nueve meses, tras dieciocho años de ausencia. Y la ceremonia del retorno devino en una carnicería donde los dos polos irreconciliables que formaban parte de su movimiento preanunciaron lo que estaba por venir.
Todavía se podían ver en la prensa las fotos de los humildes militantes de unidades básicas, emboscados a balazos por individuos de patibulario aspecto desde el palco desde el cual, se suponía, el pueblo le daría su bienvenida. Ezeiza marcó el preludio de lo que vendría: jóvenes arrastrados por los cabellos hacia un escenario donde la muerte había sentado sus reales, por esbirros engominados y de lentes oscuros que alzaban sus Itakas en señal de triunfo.
Íconos de un frustrado asalto al cielo, donde la ingenuidad estrelló sus dientes contra la astucia de los dueños del poder, y los cuerpos desparramados sobre el pasto de los bosques, cercanos al aeropuerto, podían ser leídos como un cruel anticipo de nuevas matanzas.
Los muchachos de “las formaciones especiales» y de “la juventud maravillosa», como los llamaba el general cada vez que acudían a su lugar de exilio, en Puerta de Hierro, Madrid, tuvieron allí por primera vez la certeza de que no les iba a ser nada fácil rescatar la imagen que ellos mismos habían construido de un revolucionario secuestrado por su entorno.
Aunque ésas, pensó Pablo, también luego, no eran más que disquisiciones a destiempo, consolaciones vicarias que no ayudaban a revertir la inexorable marcha de la historia. Lo cierto es que la mano venía mal, que la temporada de caza ya estaba abierta y que en Ezeiza había servido de bien poco que algunos conejos sacaran de debajo de sus ponchos algunos »fierros», que no pudieron contrarrestar la mortífera eficacia de la celada.
Así estaban las cosas en esos días, pasando de castaño a oscuro. Y el pronóstico no hacía augurar nada bueno, pese a que aún eran tiempos de marchas y banderas, de muros tapizados de proclamas que todavía ignoraban la ominosa mortaja de la cal, que cubriría también, más adelante, a miles de muertos sin sepultura.
De todo eso y de algunas cosas más hablaron Pablo y Fito en esa agitada noche de marzo en la que el aire olía a río desbocado y a catástrofe próxima. Y el coro griego seguía batiendo el parche: “Rucci traidor, saludos a Vandor»; “A la lata, al latero, los ranchos tucumanos son fortines guerrilleros»; “Duro, duro, duro, vivan los montoneros que mataron a Aramburu»; “Ya van a ver, ya van a ver, cuando los obreros se tomen el poder…»
III
Pablo emergía de un terremoto que había sacudido sus convicciones más arraigadas -el “Ejército constitucionalista», la “larga tradición republicana» de su país, y otros conceptos que estallaron en pedazos a la primera de cambio-, y las agujas de su sismógrafo personal le indicaban que tampoco ahora pisaba terreno muy seguro.
Fito venía, en tanto, de una experiencia de signo inverso. Había pasado la mayor parte de sus veinte años bajo dictaduras: desde la “Revolución Libertadora», que derrocó a Perón, hasta los regímenes de Onganía y de Lanusse, sin que contaran demasiado en el balance los breves interregnos “democráticos» de Illia y Frondizi, cruzados por la sombra de la ilegitimidad.
Para su generación, la del “Luche y Vuelve», crecida entre la admiración por el “Cordobazo» y el desprecio hacia los burócratas sindicales y los políticos acomodaticios, la “democracia liberal» sólo representaba una mascarada para travestir con ropajes presentables la represión, que actuaba “por derecha», con uniforme, y “por izquierda», a través de las bandas parapoliciales.
Pero el mundo de entonces -el mundo de Mafalda y de Vietnam, de Sartre, de Mao y del “Che» Guevara- estaba partido en dos por la “Guerra Fría», y en esa disyuntiva planetaria, ambos estaban en la misma trinchera. Y apostaban todas sus fichas por el cambio que habría de redimir a la humanidad, jugándose el cuero en la patriada.
Quince años después, cuando el telón de acero se desplomó como un castillo de naipes, puede que todo aquello sonara a mesianismo o a ilusión redentorista, pero en esos días no había alternativa: se estaba con la revolución o contra ella. Y la revolución estaba a la vuelta de la esquina. O al menos eso creían, con fe de mártires cristianos de la época de las catacumbas.
Pablo llegó en mal momento a la Argentina. De eso no había duda. Viajó un 22 de enero de 1974, con un pasaporte en el que constaba que lo hacía con autorización notarial de sus padres, desde un país en estado de sitio hacia otro en rumbo de colisión con idénticos fantasmas.
Su viaje de iniciación no pudo llevarse a cabo bajo peores auspicios. Recordaba la despedida familiar en la estación Mapocho, las constantes revisiones de las patrullas que chequeaban salvoconductos y documentos, la llegada a Los Andes, donde abordó un tren de trocha angosta, y las nuevas inspecciones de los que decidían quién podía seguir viaje y quién no.
El Trasandino trepaba con esfuerzo las altas cumbres, a través de laderas abiertas o precarios cobertizos destinados a evitar los aludes, y Pablo advertía, junto a los efectos de la altura, cómo sus ímpetus se iban acojonando hasta hacerlo sentir como lo que era: un pendejo de 18 años, recién cumplidos, emulando el derrotero de Ulises hacia Ítaca.
Amigo, como era, de establecer parangones literarios con cada una de las situaciones nuevas que se le presentaban, recordó en algún momento a otro adolescente, Pineda y Bascuñán, que en Cautiverio feliz relataba cómo sintió el corazón “tan tierno y oprimido» al traspasar las puertas que separaban al mundo conocido del de los indios.
Los vagones atravesaron finalmente un largo túnel y lo dejaron en territorio extranjero, lo que lo hizo exhalar un suspiro de alivio. Todas sus pertenencias cabían en una pequeña maleta escocesa, de color verde, con un par de mudas de ropa, un montgomery azul y un libro de cuentos de Antonio Skármeta, leído y releído hasta el hartazgo: Desnudo en el tejado.
Su paso por la aduana, por tanto, no fue muy prolongado. El andén bullía, sin embargo, de agitación, como si no sólo él se hubiera mantenido con la respiración entrecortada hasta que el paisaje se transformó de un modo radical. La bandera azotada por el viento de las cumbres, los uniformes de los gendarmes, la entonación del lenguaje, los gestos, los rasgos físicos… Hasta los olores, y los colores de las piedras y del cielo ya no eran los mismos.
Todo cambió de un momento a otro, como bajo los efectos de un conjuro mágico. Su mundo, que ya estaba bastante desordenado, sufrió un nuevo barquinazo. Y descubrió que su itinerario era irreversible y que ya no había vuelta atrás.
Convirtió los pocos escudos que llevaba en pesos argentinos, temiendo a cada instante ser objeto de un engaño, como un héroe de Dickens, y ocupó nuevamente su lugar en el tren. Sus compañeros, pudo percibirlo, estaban más locuaces y expresivos, y se volcaron hacia sus vecinos iniciando conversaciones hasta entonces inhibidas por un invisible pero sólido muro de desconfianza.
Pablo habló de generalidades con un hombre calvo, ya entrado en años, que parecía ser un contrabandista o un viajero inveterado, dado el espíritu calmo con que afrontaba los avatares del recorrido, quien le sugirió que no podía dejar de probar, ya en suelo argentino, el pomelo Neuss, que, a su juicio, era una suerte de elixir de los dioses.
Trabó conversación también con una muchacha, ni demasiado bella ni demasiado fea, que le inspiró esa secreta sensación de orfandad y ternura que es lo primero que acerca a un hombre a una mujer. La joven le confesó que era enfermera, que vivía hace un tiempo en Buenos Aires y que regresaba de ver a sus padres en Santiago.
El trecho entre Las Cuevas y Mendoza transcurrió velozmente. O ésa fue la impresión que tuvieron todos, tras el tenso paso de la frontera. Allí los esperaba un nuevo trasbordo para subir esta vez a un tren más espacioso y confortable.
Luego vino la travesía del desierto. La inmensidad de la pampa, como un cuero reseco y extendido, en el que su mirada asombrada se perdía en horizontes insondables. El calor del verano, el polvo arremolinándose en los cristales, las paletas de los ventiladores librando un combate desigual contra el agobio de una temperatura que no descendía ni al caer la noche, a medida que iba a quedando a sus espaldas el macizo cordón cordillerano, que era ya la única referencia, para Pablo, de su reino perdido.
El traqueteo del tren lo fue sedando, cual madrastra que acuna a un hijo ajeno, y poco a poco se fue adormeciendo, apretando entre sus manos una libreta, con tapas de cartón gris y lomos verdes, que contenía su única victoria dentro del marco general de la derrota: los nombres de los once compañeros de su padre, ferroviarios -como él- de la Maestranza de San Bernardo, asesinados por la dictadura.
Adiel Monsalves, José Morales, Pedro Oyarzún, Alfredo Acevedo, Raúl Castro, Hernán Chamorro, Manuel González, Joel Silva, Ramón Vivanco, Roberto Ávila y Arturo Koyk… Sus nombres estaban anotados, como al pasar, en la libreta de apuntes, y su misión era darlos a conocer al mundo para que se supiera lo que ocurría en Chile.
Los nueve primeros fueron detenidos el 28 de septiembre de 1973, en un operativo realizado en su lugar de trabajo, y los dos restantes en sus casas. Y al padre de Pablo le correspondió reconocerlos cuando sus cuerpos aparecieron en la morgue, con orden de inmediata inhumación en ataúdes sellados. Los restos del pastor evangélico Roberto Ávila nunca fueron entregados.
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“…los antes nombrados fueron ejecutados el día 6 de octubre de 1973, por efectivos del Ejército en el centro de detención Cerro Chena, mediante múltiples impactos de bala. Sus muertes constan en los certificados de defunción, en muchos de los cuales se señala como lugar del fallecimiento, la Escuela de Infantería de San Bernardo». (Informe Rettig, Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, Febrero de 1991).
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IV
El aire olía a río desbocado y a catástrofe próxima, y el coro griego entonaba sus cánticos, cada vez con más fuerza: “No somos putos, no somos faloperos, somos comandos de FAR y Montoneros»; “Ni yankis, ni marxistas: peronistas»; “Juventud presente, Perón, Perón o muerte»; “Vamos a hacer la patria peronista, vamos a hacerla montonera y socialista…»
La novela de aprendizaje se veía sacudida a cada paso por el estremecido pulso de un país en estado febril, en ebullición. Cuatro días antes de que Pablo llegara a Buenos Aires, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) intentó copar un regimiento en Azul. Y un Perón desencajado, lejos del caudillo paternal y sonriente que afirmara meses atrás que volvía a su país “amortizado» y convertido en un “león herbívoro», anunciaba que “tronaría el escarmiento» para esa organización armada, que de inmediato fue declarada ilegal.
En la estación Retiro lo aguardaba su prima, América, y su novio, Freddy, quien le había ofrecido albergue en su casa, en Florencio Varela. La boca del subte línea C los tragó como a otras tantas muestras del informe plancton urbano, y atravesaron las entrañas de la ciudad en vetustos carros de madera que rechinaban con un ruido de los mil demonios: una exacta alegoría del descenso a los círculos infernales del Dante para quien, como Pablo, jamás había viajado en un tren subterráneo.
Al llegar a Constitución, donde desembocaron en un inmenso hall, de dimensiones gigantescas para la escala a la que se hallaba acostumbrado, Pablo se detuvo unos segundos, sorprendido, ante la vasta oferta de los kioscos. Junto a La Nación, Clarín o La Razón, se alineaba Noticias, que no ocultaba su simpatía por la tendencia revolucionaria del peronismo, y hasta El Mundo, identificado con el PRT-ERP.
Pablo no entendía nada de nada, y menos viniendo de un país donde la prensa marcaba disciplinadamente el paso al compás de la Marcha Radetzky. Su condición de lector impenitente de todo tipo de textos, no sólo de aquellos que adquirían el privilegio de llegar a las letras de molde -un vicio que, dicho sea de paso, suele estar emparentado con la grafomanía en todas sus formas-, se volcó a partir de allí hacia el desconocido paisaje suburbano.
Lo primero que atrajo su atención en cuanto se encaramaron al tren de la línea Roca que los llevó hacia el sur del Gran Buenos Aires, fue una pintada antiquísima, reliquia de otra era, que invitaba a leer al maestro espiritista Alan Kardec. Las negras letras de alquitrán contrastaban con la pared de ladrillos sin revocar en la que confluían las murallas de la estación, a medida que las vías se iban apartando.
Fue lo único espiritual, en todo caso, que le salió al camino durante el resto del trayecto, salpicado de hoces y martillos, y fusiles y tacuaras.“Aquí están, estos son, los soldados de Perón» “A la fuerza brutal de la antipatria, opondremos la fuerza del pueblo organizado»; “Patria, sí; colonia, no; libres o muertos, jamás esclavos»; “La sangre derramada no será negociada…»
Sus sentidos estaban impregnados por la densa humedad que provenía del río cercano, como un monstruo larval y opresivo que no cedía espacio ante nada, y sus ojos escrutaban con avidez los arrabales que se extendían por la llanura infinita, presa de la excitación propia de quien descubría un mundo nuevo y se deslizaba sobre rápidos rieles.
Y Pablo no pudo evitar sentirse un estúpido provinciano, al contemplar, estupefacto, los grandes galpones, vacíos y abandonados, de frigoríficos y plantas industriales, mudos testigos de un pasado esplendor, arrumbados a un costado de las vías.
“Abajo la burocracia sindical»; “Unamos nuestros brazos por un argentinazo»; “Invernizzi, soldado del pueblo»;”Haga patria, mate un judío»; “Si Evita viviera, sería montonera…»
Las leyendas desfilaban ante su vista sin darle tregua alguna, al igual que las estaciones que lo situaban en una nueva y extraña geografía -Avellaneda, Sarandí, Villa Dominico, Wilde, Don Bosco, Bernal, Quilmes, Ezpeleta, Berazatégui…-, mientras su prima lo ponía al tanto de las novedades e indagaba acerca de los últimos sucesos en Chile.
Freddy le comentó que el funeral cívico, convocado en homenaje a Allende, había reunido a una de las mayores manifestaciones que se recordara en Buenos Aires. “Hermano chileno, no bajes la bandera, que aquí estamos dispuestos a cruzar la cordillera»; “Atención, atención, toda la cordillera va a servir de paredón…», fueron algunas de las consignas coreadas en las calles.
Hojeando un diario, Pablo pudo enterarse que la cosa venía pesada en Argentina. En mayo de 1973, Héctor Cámpora, había llegado a la Casa Rosada, en brazos de una avalancha de votos y movilizaciones que levantaban abiertamente el lema: “Cámpora al gobierno, Perón al poder».
La Juventud Peronista, junto a otros grupos, forzó las puertas de las cárceles, liberando a los presos políticos, y se aprestó a compartir la dirección del proceso junto a su líder. Pero nada de ello ocurrió. Perón regresó el 20 de junio desde España, y el ala derecha de su movimiento se apoderó del acto, abriendo fuego contra los manifestantes encolumnados tras las pancartas de JP y Montoneros.
Estos últimos responden con el “ajusticiamiento» de José Ignacio Rucci, secretario general de la CGT, tres meses más tarde. Y sobreviene una escalada de acciones de sangre y represalias que culminan con la aparición de la Alianza Anticomunista Argentina o “Triple A», que se propone dar de baja al “zurdaje» en forma sumaria.
Lo que sigue es política en su forma más primitiva: José López Rega, un oscuro oficiante esotérico, muy próximo a “Isabelita», la última mujer de Juan Perón, se hace fuerte en el Ministerio de Bienestar Social, y desde allí organiza a las fuerzas que buscan diezmar al activismo izquierdista.
El coro griego continúa profiriendo sus eslógans, mientras comienza el amargo recuento de cadáveres: “La policía tiene dos caminos: o estar con el pueblo o ser sus asesinos»; “Suenen los pitos, suenen los bombos, saquen al Brujo o se arma quilombo»; “Perón, coraje, al Brujo dale el raje»; “Putos en calzoncillos, los vamos a pasar a degüello y a cuchillo…»
V
“Se había abierto la temporada de caza y nosotros éramos los conejos, perseguidos por haces de luces en medio de la inmensidad de la pampa. Nos habían declarado la guerra y nos quedamos paralogizados, con los ojos abiertos, encandilados por nuestra propia e imbécil inocencia», pensó Pablo, años más tarde, una vez que cesó la tempestad y los signos de los tiempos se pudieron ir ordenando en su mente.
Pero en aquellos días había poco espacio para pensar en nada. La vida se sucedía con la velocidad de una película muda, proyectada a un ritmo vertiginoso en su cabeza. El aprendiz de conejo (pues ni siquiera para conejo le alcanzaba) pasó un par de semanas en Varela intentando adaptarse a una realidad que cuestionaba todos sus esquemas.
América contactó, entretanto, a unos compañeros argentinos -“primos», en el lenguaje de la época- que los recibieron en una discreta casa de Lomas de Zamora. Y fue raro y agradable a un tiempo encontrarse con esos desconocidos, a quienes los unía el formar parte de una misma fraternidad universal y un mismo sueño en común.
No hubo discursos ni informes ni balances. Hubo sí abrazos y una rueda de mates, y a ambos se les hizo un incómodo nudo en la garganta cuando escucharon un disco de Gianfranco Pagliaro, con las consignas voceadas en favor del Chile de Allende, al que ellos, mal o bien, representaban.
Y ahí estaban, profitando, sin duda, sin merecerlo, de los efectos del repudio generalizado que provocó el golpe en su país: un golpe en el más mero centro de la madre, debajo de la línea del cinturón, y que dejó por un buen rato sin aliento a aquellos que se esperanzaron con la utopía de una revolución sin sangre, en un mundo basado en el equilibrio del terror y los misiles intercontinentales.
Soldados extraviados de sus líneas. Eso eran. Así se sentían. Y se liaban en interminables discusiones, buscando descifrar los motivos del desastre. Y enfrentando, además, el desafío de hallarse en un lugar desconocido donde los perros lebreles ya estaban sueltos, y el coro griego repetía, empecinado: “Ni votos ni botas: fusiles y pelotas»; “San Martín, Rosas, Perón: Tercera Posición»; “Vea, vea, vea, qué cosa más bonita, la juventud se une por la patria socialista»; “Perón, seguro, al yanki dale duro…»
VI
Pablo defendía, con pasión post mortem, la “vía chilena hacia el socialismo». Pero era, qué duda cabe, un esfuerzo inútil ante un público escéptico que veía en su fracaso la más concreta prueba de su error. Lo suyo resultaba, por cierto, una batalla perdida de antemano: un patético ejercicio de esgrima en un campo de maniobras donde se preparaba un choque de blindados.
Claro que eso no obstaba para que todos hablaran hasta por los codos, con una oralidad desenfrenada, muy propia de los tiempos que corrían. Pablo recordaría después las charlas hasta las primeras luces del alba, y los interrogantes que lo asediaban: ¿por qué los obreros eran peronistas?; ¿por qué se hablaba de un partido militar?; ¿por qué en el peronismo convivían guerrilleros de origen católico o trotskista con nazis que predicaban el odio a la “sinarquía», una siniestra conjura de masones, marxistas y judíos?
Nadie se ufanaba demasiado de su militancia, en caso de que alguno la tuviera, porque el horno no estaba para bollos. Pero todos ponían las cartas de sus ideas sobre la mesa. Y hubo muchos que dejaron una huella imborrable en la memoria de Pablo, que si bien no compartía sus posturas, reconocía la entrega y la consecuencia que impulsaban la mayor parte de sus actos.
Entre ellos, estaba Claudio Zurita. Ex compañero de América, en la escuela secundaria Santa Lucía, era un tipo moreno, de mirada socarrona y ojos claros, con aspecto de galán de telenovela, que prefería escuchar a opinar en demasía. Pero cuando abría la boca, dejando a un lado la inseparable bombilla del mate, siempre tenía algo inteligente que decir.
Pablo lo había conocido en Chile, donde el verano anterior habían hecho una excursión a la cordillera, junto con Freddy y el “Colorado», otro pibe -como decían ellos- de Varela, y se agarraron una feroz borrachera, seguida de una jaqueca elefantiásica, después de darle el bajo a una horrenda caña paraguaya.
Claudio desapareció en Mar del Plata, ciudad en la que trabajaba como operario, en julio de 1979. Tenía 24 años. Y fue el tercero de tres hermanos, que corrieron la misma suerte, pues antes lo precedieron Alejo y Sergio. Su padre, un médico que atendía a los pobres de Florencio Varela sin cobrarles muchas veces su visita, incapaz de resistir el dolor de estas pérdidas, se suicidó en 1980. Su madre falleció en junio de 2003, a los 77 años, y hasta el fin de sus días exigió verdad y justicia para sus hijos.
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“Un informe de la ex Dirección de Inteligencia de la Policía bonaerense que se dio a conocer hoy en el Juicio por la Verdad revela que los hermanos Zurita, que desaparecieron durante la última dictadura, eran investigados desde 1974. La información fue dada a conocer por el juez Leopoldo Schiffrin, en el marco de la declaración del Gustavo Zurita, hermano de tres desaparecidos. Schiffrin leyó durante la audiencia oral y pública un legajo de la ex DIPBA elaborado el 17 de diciembre de 1974, cuyo título es «Antecedentes de la familia Zurita en Florencio Varela» y que dice que los Zurita eran «probables integrantes de una organización subversiva». El mismo informe, además, contiene datos erróneos sobre la militancia política que tenían por entonces los desaparecidos, dijo el testigo«. (Informe de prensa, Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de La Plata, Octubre de 2003).
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VII
“La Plata, La Plata, ciudad de Eva Perón, ciudad de montoneros por la liberación»; “Ya van a ver, ya van a ver, cuando venguemos a Chile y a Trelew»; “Paredón, paredón, paredón, paredón, a todos los traidores que vendieron la nación»; “No rompan más las bolas, Evita hay una sola…»
Lo que siguió fue el fatal desenlace de una historia común y conocida: lebreles persiguiendo liebres, a bordo de los Ford Falcon, grises o verde oliva, con vidrios polarizados y cañones de FAL o pistolas ametralladoras Halcón que sobresalían desde sus ventanillas; patotas con licencia para matar que patrullaban la ciudad de las diagonales, convertida en un gigantesco coto de caza, mientras el aire olía a río desbocado y a catástrofe próxima.
Quedaban dos años de “gobierno constitucional». Y se asistía a una tragedia shakesperiana, mezcla de Hamlet y el rey Lear, en la que el monarca era asesinado por cortesanos que vertían veneno en sus oídos para heredar su legado, en tanto el príncipe de Dinamarca, perdido en la demencia, dialogaba con el cráneo de Yorick, y Rosencrantz y Guilderstern huían de los duros bastones de la guardia real.
La Plata, ciudad de estudiantes, era un auténtico hervidero de utopías; y, como tal, se convirtió en blanco implacable de la represión. Allí llegaron Pablo y su prima a principios de marzo de 1974, y allí también sus caminos se separaron. América vivió un tiempo con Freddy, y se mudó después a un departamento con un grupo de compañeras de Medicina. Pablo, a su turno, se alojó con dos amigos, Horacio y Beli, quienes le abrieron su casa casi sin conocerlo.
Horacio, de barba y cabellos renegridos, que abandonó la carrera de Arquitectura en su último tramo para recorrer las rutas del continente como mochilero, había estado en Chile durante el gobierno de la Unidad Popular. Entonces, trató fugazmente a su familia, pero, en rigor, no hubo otra causa que la solidaridad más generosa que explicara la mano que le tendió.
Él y Beli, quien estudiaba profesorado en la Normal 1, rentaban una pieza, en la calle 70, a una dulce abuelita portuguesa que consolaba las penas de amor de su nieta con un sabio y concluyente:“Shi te querr, volvrá…», o algo que sonaba de un modo parecido. Y Pablo se acomodó a sus anchas, en un saco de dormir prestado, en el pequeño cuarto del fondo que hacía las veces de comedor y de cocina, rodeado de tacos de reina y madreselvas.
Pronto aprendió a tomar el colectivo 273 o el 508 para viajar a la parrilla de Gonnet, donde consiguió trabajo. Se llamaba El ombú del Centenario, y tuvo la suerte de caerle en gracia a sus propietarios, y a no pocos clientes, que se ponían a conversar con él, en cuanto detectaban su acento foráneo. Pablo usaba una cotona marrón, y creía que lo hacía muy bien como camarero, pero, en realidad, no era nada diestro, y al cabo de un mes, el patrón le ofreció cambiarlo de las mesas a tareas contables, oferta que rehusó muy cortésmente.
Ser mozo no estaba mal. Se recibían propinas y le agradaba, sobre todo, el trato, pues nadie lo hacía sentir que era una miserable cucaracha por desempeñar un rol subalterno. Pero, claro, él no estaba allí como ganapán ni para hacer dinero. Y partió en busca de nuevos horizontes. Así conoció a Fito, primo a su vez de Beli, quien le consiguió otro empleo en el bar del centro de alumnos de Ciencias Exactas, facultad en la que estudiaba.
Exactas estaba en la calle 1, a metros del Comedor Universitario. Una de las primeras veces que entró allí se quedó impresionado con un rito que demostraba la fuerza que tenía la JUP, rama universitaria de la JP, por aquel entonces: de pronto, sin que al parecer nadie se hubiera concertado para hacerlo, los comensales empezaron a golpear sus bandejas y cubiertos al rítmico sonido de un “¡Mon-to-ne-ros,-ca-ra-jo!«, coreado por casi todos los presentes.
Cuando no se les daba por entonar la “marchita» y partían con aquello de que “todos uniremos triunfaremos y como siempre daremos un grito de corazón: ¡Viva Perón!«, para continuar con el anexo combativo: “Ayer fue la Resistencia, hoy Montoneros, FAR y FAP, y mañana será el pueblo en la guerra popular…«, y rematarla con el estribillo de rigor: “Perón, Perón, qué grande sos. Mi general, cuánto vales. Perón, Perón, gran conductor, sos el primer trabajador…«
VIII
Supo así, entonces, que se encontraba en “territorio enemigo», si acaso no se lo había dejado claro el Curso de la Realidad Nacional, que se dictaba a modo de ingreso en Periodismo. De hecho, no hizo más que cruzar el umbral de la vieja casona, en 10, entre 54 y 55, con su larga escalera hacia la segunda planta, para toparse con una avalancha de autores, adscritos a la línea “nacional y popular» -Hernández Arregui, John William Cooke, Jauretche, Scalabrini Ortiz-, que dominaban la discusión teórica.
Su posición política estaba en franca minoría en varios miles de kilómetros a la redonda. Y una fluctuante relación amor-odio era lo más que podía esperar de la JUP, que ostentaba la soberbia propia de su condición mayoritaria. Así, en las primeras manifestaciones, frente a la casa central de la Universidad, conoció el rigor del “Cipayos, gorilas, hijos de Codovilla«, que les endilgaban, a él y a los suyos, “los muchachos peronistas», en recuerdo de la Unión Democrática, la coalición que enfrentó al primer gobierno de Perón.
Y más de una vez estuvieron a punto de ir más allá de los puñetazos y empellones para sacar a relucir laques y cadenas en asambleas que se iban encendiendo al calor de los insultos y los cantitos tomados del tablón: “Franja Morada, los putos de Alconada»; “El que no salta es un gorilón, el que no salta es un gorilón»; “Qué lindo que es ver a la familia unida, los esperamos a todos a la salida…«
El paroxismo de la locura (al menos en lo que a Pablo se refería) se produjo cuando la JUP de Exactas, disgustada por haber perdido una elección, le hizo una encerrona a Fito, al que llevaron desde la caja del bar hasta un baño para darle una golpiza. Pablo, que preparaba hamburguesas en la cocina, se sintió un despreciable cobarde, pues una vez que los atacantes entraron como una ráfaga sólo atinó a tomar un cuchillo y a esperar que vinieran por él. Pero no corrió a auxiliarlo. Y eso le pesó más de una vez en su conciencia.
Después apareció el “Negro», un dirigente del centro, que se escabulló hacia uno de los sótanos y regresó trayendo un par de revólveres. Le pasó un 22 largo a Pablo, y ambos se quedaron montando guardia en el centro del pasillo. Fito, que anduvo con un ojo amoratado y el rostro hinchado por varios días, ya había partido al hospital, mas las huestes de la JUP, cebadas por su fácil triunfo, volvieron a asomar cabeza por el corredor, aunque al ver las armas terciadas sobre sus cintos, afortunadamente echaron pie atrás.
Anécdota folclórica, si se quiere; estudiantina de atolondrados jovenzuelos que jugaban en el bosque “mientras el Lobo no está», con citas mal digeridas y una pasión que buscaba dar cauce a la urgencia que alborotaba dentro de sus venas; efervescencia ineficaz, en todo caso, al lado de la violencia de los profesionales, menos ruidosa pero más efectiva, que hacían su trabajo en el silencio de la noche y la niebla.
IX
El país, a esa altura, ya era un caos, y un ramalazo de frío y espanto recorría las calles, mientras el aire olía a río desbocado y a catástrofe próxima. El primero de mayo de 1974, Juan Domingo Perón expulsa de la Plaza de Mayo a la “Jotapé», que exteriorizaba su descontento, preguntando a voz en cuello: “¿Qué pasa, qué pasa, qué pasa, general, que está lleno de gorilas el gobierno popular?«.
El anciano general estaba cerca ya de su fin -murió el 1 de julio, de un paro cardíaco, a pesar de los hechizos de López Rega que quemaba incienso a los pies de su lecho de enfermo e imploraba por su “faraón»-, pero indignado por la osadía de quienes se atrevían a exigirle cuentas, echó a los jóvenes de ese simbólico espacio público, tratándolos de “imberbes» y de “estúpidos».
El día después de la muerte de Perón, cuyos restos fueron velados en el Congreso, en medio de un soterrado ambiente de enfrentamiento, fue la última vez que Pablo -quien había viajado desde La Plata, junto a los denostados “hijos de Codovilla», para acompañar a un grueso contingente de la JUP-, vio los enormes lienzos de Montoneros desplegados, bajo una intensa lluvia.
Había motivos para temer una reedición corregida y aumentada de la masacre de Ezeiza, y la tensión se podía cortar con una daga, en esa brumosa mañana de invierno. Pero, contra todas las predicciones, no hubo mayores hechos de violencia. Las columnas, marcialmente ordenadas, de “la Tendencia» y “la Patria Sindical» se miraron con furor y desprecio en los puntos donde convergían, aunque nada pasó.
Una suerte de tregua, de calma antes de la batalla final y decisiva, rodea las exequias de Perón. Mas la suspensión de las hostilidades no dura demasiado y pronto se conocen nuevos partes de una lucha sin cuartel. La derecha lopezrreguista siente que ha llegado la hora de cobrarse revancha contra los “infiltrados» y afila sus facones para la degollina que se prepara.
Así, el 31 de julio, la “Triple A» hace su estreno oficial como escuadrón de exterminio al acribillar al diputado Rodolfo Ortega Peña, que descendía de un taxi en la esquina de Carlos Pellegrini y Arenales. Este asesinato fue la señal de largada para muchos más, y el 6 de septiembre, los Montoneros, cuyas organizaciones de periferia estaban siendo cruelmente atacadas, deciden pasar a la clandestinidad.
El coro griego, que ya sufría sus primeras bajas, seguía, sin embargo, haciendo oír su voz: “Montoneros, el pueblo te lo pide, queremos la cabeza de Villar y Margaride»; “Fuera de Chile, fuera de Argentina, fuera los yankis de América Latina»; “Y ya lo ve, y ya lo ve, es la gloriosa Jotapé…«
X
“Alerta, alerta, alerta que camina la lucha guerrillera por América Latina»; “CNU, CDO: la puta que los parió»; “Los vamos a reventar, los vamos a reventar…«. Y se vino la noche. Las puertas del Averno se abren de par en par. Rosencrantz y Guilderstern desaparecen de escena, y nadie se pregunta qué ha pasado con ellos.
El primero de noviembre de 1974, día de Todos los Santos, Montoneros asesta su último gran golpe: hace volar en pedazos, con una mina puesta bajo el casco, la lancha del comisario Alberto Villar, jefe de la Policía Federal, al que sindican también como responsable de la represión ilegal en marcha, en el río Luján. La respuesta no se hace esperar: baldíos y zanjas se pueblan de cadáveres de activistas estudiantiles y gremiales.
Se abre la cacería de conejos y cada uno se ve librado a su suerte en medio del desbande general. Los periódicos dan cuenta de choques armados que, curiosamente, sólo le cuestan vidas a uno de los dos bandos. Y la Argentina se llena de pozos negros, donde partidas de cazadores enloquecidos aplican tormentos a sus piezas de caza para seguir nutriendo el número de víctimas que ingresan a un limbo donde no se está vivo ni se está muerto.
La Cacha, Pozo de Arana, Pozo de Banfield, Garage Olimpo, el Atlético, el Vesubio, el Banco, La Perla, La Escuelita….Una cartografía del horror se despliega por todo el territorio de un país azorado que empieza a ser pacificado a fuerza de ley de fuga y falsos enfrentamientos.
Pablo y América sobrevivieron a las batidas, aunque hubo disparos que les anduvieron cerca. Beli y Horacio también sortearon el cerco de los años de plomo. Pero nadie, absolutamente nadie -ni siquiera el más cruel de los verdugos- salió indemne de esta pesadilla.
Fito perdió a sus dos hermanos, Amelia y Carlos, en la guerra que vino.
Amelia, que apenas rondaba los veinte años, fue detenida mientras repartía panfletos del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), cerca de una fábrica, en la zona oeste de Buenos Aires, y asesinada de un modo despiadado.
Carlos, su hermano mayor, fue “abatido» -como se decía en el lenguaje de la época-, luego de que en un acto relámpago realizado en una estación del subte, regresara para intentar rescatar a un compañero caído en manos de la policía. Su cuerpo fue entregado a sus padres con un tiro en la frente.
Su memoria, la memoria de ambos, arde aún sobre los años.
El 24 de marzo de 1976 los militares dan un golpe de Estado, y ya no hay coro griego que repita consigna alguna. Todo es silencio, y todo está inundado por la terrible paz de los camposantos.
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“A principios de 1984, a pedido del Concejo Deliberante platense, el director del cementerio, Oscar Nicoletti, brindó el primer informe oficial: de 1976 a 1983 habían ingresado 491 NN. El desglosamiento año por año permitía inferir la magnitud de la represión y la metodología empleada para «blanquear» los cadáveres: 152 en 1976; 160 en 1977, 38 en 1978, 44 en 1979, 28 en 1980, y 31, 25 y 13 NN en los siguientes tres años, respectivamente. El pico de mayor crudeza se registró en noviembre de 1976: sólo ese mes hubo 77 inhumaciones«. (Diario Clarín, 7 de Febrero de 1999).
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Carlos Monge Arístegui (1955) ha publicado Palomitai y otros poemas (Ediciones La Lámpara Errante, Buenos Aires, 1987) y Carrera, el húsar desdichado (Planeta, Santiago de Chile, 1996, reeditado luego en Buenos Aires). Cuentos de su autoría aparecen en tres antologías de Planeta: El crimen de escribir (1998); Desafueros (1999) y Con Pasión (2001).
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…