Desgracia, novela de J.M.Coetzee

Por Miguel de Loyola

El primer comentario que surge después de leer una novela suele ser a veces una pregunta: ¿qué quiso decir el autor? En algunas novelas, particularmente en las de los siglos pasados, el mensaje del autor resulta más o menos evidente. En las novelas del siglo XX en adelante, el mensaje, así como el surrealismo en pintura esconde la figura y es el lector quien tiene la tarea de reconstruirla, aparece también oculto, apenas sugerido.

Esto, claro, bajo el sobre entendido que toda obra artística contiene un mensaje. A esta extracción de la intencionalidad lógica y racional de la obra de arte, Ortega y Gasset la llamó ‘deshumanización del arte’. Hoy sigue avanzando la dicha deshumanización, en tanto resulta cada vez más difícil la interpretación de una obra, sobre todo cuando, en el caso de la literatura, se lee cada vez menos, y el lector prefiere objetos «artísticos» de orden masivos.

Frente a la novela Desgracia, de J.M. Coetzee, autor sudafricano, Premio Nóbel (2003), el relato nos sumerge en la vida de un profesor universitario ( David Lurie), separado, mayor de cincuenta años, quien suele tener de vez en cuando amores con estudiantas de su clase (literatura) y otras mujeres, incluso pagadas. Hace poco ha perdido el contacto con su amante regular (Soraya), a quien solía visitar una vez por semana en Windsor Mansions (prostíbulo) y acaso por esa pérdida que para él resulta irreparable, entabla una relación con una estudiante del curso que está dictando ese semestre (Los poetas románticos). Sin embargo, su nueva amante, Melanie Isaacs, termina denunciándolo al consejo de rectoría por acoso sexual. Razones por las cuales pierde abruptamente su empleo y reputación. Huyendo del problema, David Lurie se refugia en la granja de su hija Lucy, fuera de Ciudad del Cabo y no hace nada para defenderse de las acusaciones que pesan sobre él.

Ahora bien, por esos días del conflicto, el profesor estaba avanzando en una tesis sobre la vida y los amores de Byron, estudio al que intenta abocarse una vez en la granja, pero no lo consigue. Un nuevo hecho desafortunado lo sacará de sus meditaciones y lo lanzará a rodar por sobre el duro pavimento de la realidad, donde las disquisiciones filosóficas, históricas, religiosas, al parecer, no tienen cabida y parecen de más.

A partir de entonces, el protagonista hará lo posible por involucrarse en los acontecimientos propios de la realidad y sus consecuencias, realizando trabajos impensados en su vida, como el de ayudante en una clínica de perros, vendedor de hortalizas en una feria, con tal, (suponemos) de inmiscuirse en los asuntos de su hija como una forma de mirar en un interior que desconoce y que tampoco parece capaz de comprender. Sin embargo, su interés y su esfuerzo por involucrarse en la problemática y sufrimiento de su hija para ayudarla a salir del grave conflicto que enfrenta, no le sirve de nada. David Lurie desistirá de la idea cuando termina de convencerse que nada podrá hacer cambiar la desconcertante determinación de su hija.

El relato ofrece variantes que sorprenden al lector, las cuales tal vez sean el gatillo para la pregunta planteada al principio. La visita inesperada de David a la casa de los Isaacs, padres de Maelanie, en medio del conflicto. La osada asistencia de David a la sala de teatro donde Melanie está actuando en un momento en que todos los asistentes saben que ha pasado entre ellos. Las conversaciones con Petrus y las atribuciones que éste inquilino tiene en la granja, como su inalterable posición frente a problemas morales graves. La incesante actividad en la clínica de perros, donde llevan los granjeros sus animales para ser sacrificados y a la que se amolda inexplicablemente este profesor de literatura mientras permanece en la granja de su hija. La tosudez de Lucy para no cambiar de vida después de haber sido violada. En suma, hay cuestiones que no se resuelven y quedan en el aire y tendrá que ser el lector quien las ilumine con su propia imaginación.

Algunos comentario del protagonista abren un diálogo importante con el lector, como este: «Es un riesgo poseer cualquier cosa: un coche, un par de zapatos, un paquete de tabaco. No hay suficiente para todos, no hay suficientes coches, tabaco ni zapatos. Hay demasiada gente, y muy pocas cosas. Lo que existe ha de estar en circulación, de modo que todo el mundo tenga la ocasión de ser feliz al menos un día. Esa es la teoría, aférrate a la teoría, a los consuelos de la teoría. No es una maldad de origen humano, sino un vastísimo sistema circulatorio ante cuyo funcionamiento la piedad y el terror son de todo punto irrelevantes…»

O este otro, respecto a las mujeres: «Es curioso el modo en que el tufillo del escándalo excita a las mujeres. ¿Pensará esa persona tan simple que él es incapaz de sorprenderla? ¿o es que esa sorpresa es otro de los deberes que asume tal cual, como la monja que se tiende para ser violada a fin de que se reduzca el índice de violaciones en el mundo? «

En otro plano, por la mente del profesor David Lurie seguirá rondando la idea de escribir ya no una tesis sobre el amor o los amores de Byron, sino una ópera que ponga de manifiesto su amor por Teresa. «Se pasa días enteros entregado a Byron y Teresa, viviendo de café y cereales al desayuno.» Y en tanto avanza en su creación, en medio de su mundo roto (han saqueado por esos días también su casa en Ciudad de Cabo, repentinamente llega al descubrimiento que el arte no está en la formulación de esta o aquella palabra o frase (conceptos), de una u otra armonía musical (notas), sino en lo que se esconde detrás de éstas.

En Desgracia, el narrador es distante y delicado, sugiere sin inmiscuirse, sin racionalizar ni denunciar de manera abierta alguna cosa en particular. El narrador no cae en las típicas divagaciones, políticas y sociales, en que suelen caer una gran mayoría de nuestros narradores, alcanzando tal vez con ello un grado de universalidad que nuestra narrativa pocas veces alcanza.