Ese pueblo pobre

Por Urariano Mota

«¿Por qué no echan de aquí a esa gente?», preguntaba la amada de Baudelaire.

Fue en la mañana del último domingo. Todo el barrio había pasado por un riguroso racionamiento de agua. Vale decir, en buen portugués de consumidor, que de los grifos, hasta la víspera, no salía ni una sola gota de agua. El domingo, cuando descubrí a las siete de la mañana que el grifo volvía a chorrear, saludé al vecino.

–Buenos días. ¡Ha vuelto el agua!

Y él, mientras regaba las flores de su jardín:

–Buenos días. Por fin, ¿eh?

–Por fin… Supongo que esta falta de agua tiende a empeorar.

–Es el despilfarro, ¿no? Desperdician el agua sin ninguna medida.

–Es cierto. La gente usa el agua como si fuese un bien inagotable.

–Y ese pueblo pobre. Hacen conexiones clandestinas y se enorgullecen. No pagan, ¿eh? Entonces la tiran. Y así con todo, con el agua, con la comida, con la basura. ¡Ese pueblo pobre!

El vecino es un hombre de clase media, un señor acomodado, con una pensión digna, según todo indica. Al referirse a «ese pueblo pobre», me toma evidentemente por un igual, y los indicios residen en la semejanza de nuestras casas, en la semejanza y amplitud de nuestros jardines, cuyas flores, amapolas, se hermanan en los muros, en la fraternidad de los coches en nuestros garajes. ¡Esa gente pobre…!

Perplejo, me callo y entro. El embarazo no proviene de la falsedad de las semejanzas exteriores, que no exigen ninguna comprobación de rentas. El embarazo que siento no es ni siquiera por el absurdo que atribuye el despilfarro de consumo a los que ganan menos. Ni tampoco viene de una solidaridad con ese pueblo pobre, tan diferente a nosotros mismos, ese pueblo pobre ante el cual nos inclinamos en prueba de amor cristiano, o de una generosidad humanista. No.

«¿Por qué no echan de aquí a esa gente?», preguntaba la amada de Baudelaire. La tristeza, el embarazo que me quedó no fue como en Los ojos de los pobres, cuando el poeta se decía enternecido, a causa del vino y la música, que lo avergonzaban de la buena mesa y de las botellas, más grandes que su sed, mientras ahí fuera, en la acera del café, unos artistas ambulantes temblaban de frío. «¡Qué gente insoportable!», exclamaba ante su enamorada. «¿No le podrías pedir al dueño del bar que los eche de aquí?». No. El embarazo no venía de una empatía.

Fue durante una mañana así, de pleno sol y vigor, cuando un niño y su madre no tenían dinero ni comida para la principal refección del día. Comer, para todo el mundo, pero principalmente para los pobres, es la razón fundamental para vivir. Y ese día les faltaba la razón. En consecuencia, les faltaba todo. La casa donde vivían era pequeña, un remedo de casa, la superficie del cuarto de una casa decente, que había sido dividida en tres: salón, dormitorio, cocina, tres cubículos. Hacía dos días que el padre del niño no volvía a casa, porque se había entregado a una nueva pasión. Estaba con su nuevo amor. Tal vez, quien sabe, porque Doña María, la madre del niño, se había convertido en una señora gorda que concursaba en un programa de radio por el premio a la que pudiese alcanzar el peso de una cantante más gorda aún. Y, de verdad, tantas veces consiguió alcanzar el peso de la estrella que acabó recibiendo el premio consuelo, un corte de tela para hacerse un vestido, que nunca se hizo, porque lo vendió. ¿Para qué un vestido si comer era más importante?

Fue durante una mañana como ese domingo. De repente, así como el agua que llega sin aviso, un mensajero trajo para Doña María, como prueba de que su marido no rehuía los deberes conyugales, cuando todo era aflicción… un ángel le trajo un billete de doscientos cruceros. Sí, recuerda el niño, un billete que llevaba en el reverso el Grito de Ipiranga. Y de lo que más se acuerda: apenas el mensajero se fue, Doña María empujó al niño hacia el cuartito-cubículo. Y de lo que más se acuerda, fundamentalmente, como su más íntima y recóndita piel: Doña María saltaba, rodaba por la cama, y su alegría era tan grande que lloraba de felicidad. En los ojos enrojecidos, en las mejillas súbitamente sonrosadas, su alegría no se contenía, presta para gritar, para anunciar a la calle: ¡Hoy tenemos almuerzo! ¡Hoy tenemos gallina!

Cosas así son las que ningún ser humano olvida. Por más barbas y cabellos bancos que el niño reciba de la vida. Por más que crezca, y obtenga un empleo en bancos, y garabatee unas líneas, y compre casas cuya superficie sea 20, 30 veces más grande que la del cuartito donde vio a aquella señora gorda saltar. Una vez lloraron de felicidad, lo sabe. Quien vivió esa alegría jamás dejará de ser un niño descalzo, sin camisa, con el pantalón suelto. Agarrado a su madre y a un billete de 200 cruceros.

***

Urariano Mota nació en Recife, Brasil (1950). Escritor y periodista. Su novela Os Corações Futuristas fue publicada el año 1999, y tiene una novela policial  inédita O Caso Dom Vital. Mantiene el blog Sapoti da Japaranduba y forma parte del consejo de redacción del diario iberoamericano La Insignia.

***

En portugués

Esse povo pobre

Urariano Mota
La Insignia. Brasil, 9 de setembro.

«Por que não tiram essa gente daqui?», perguntava a amada de Baudelaire.

Foi na manhã desse domingo que passou. Todo o bairro havia passado por um rigoroso racionamento dágua. Vale dizer, em bom português de consumidor, nas torneiras, até a véspera, não havia um só pingo dágua. No domingo, ao descobrir às sete da manhã que a torneira voltara a jorrar, cumprimentei o vizinho.

– Bom-dia. A água voltou!

E ele, aguando as flores em seu jardim:

– Bom-dia. Finalmente, não é?

– Finalmente … Acredito que essa falta dágua tende a piorar.

– É o desperdício, não é? Jogam água fora sem nenhuma medida.

– Verdade. A gente usa a água como se fosse um bem inesgotável.

– É esse povo pobre. Fazem ligação clandestina e mandam ver. Não pagam, não é? Jogam fora. Isso é com tudo, é com água, é com alimento, jogam no lixo. Esse povo pobre!

O vizinho é um homem classe média, um senhor aposentado, com uma pensão digna, tudo indica. Ao se referir a «esse povo pobre», ele me toma evidentemente como um semelhante à sua condição, e os indícios residem na semelhança de nossas casas, na semelhança e largueza de nossos jardins, cujas flores, papoulas se irmanam nos muros, na fraternidade dos carros em nossas garagens. Essa gente pobre! … Engasgado, calo-me e entro. O embaraço não vem da falsidade das semelhanças exteriores, que nem precisam de comprovação de renda. O embaraço que sinto não é nem mesmo o absurdo que atribui o desperdício de consumo a quem possui menos renda. Nem mesmo vem de uma solidariedade a esse povo pobre, tão dessemelhante de nós mesmos, esse povo pobre por quem nos curvamos como uma prova de amor cristão, ou de uma generosidade humanista. Não.

«Por que não tiram essa gente daqui?», perguntava a amada de Baudelaire. A mágoa, o embaraço que me ficou não foi como em Os Olhos dos Pobres, quando o poeta se dizia enternecido, em razão do vinho e da música, que o deixavam envergonhado da boa mesa e das garrafas, maiores que a sua sede, enquanto lá fora, na calçada do café, artistas ambulantes tremiam com o frio. «Que gente insuportável!», exclamava-lhe a sua namorada. «Você não poderia pedir ao dono do café que os afastasse daqui?». Não. O embaraço não vinha de uma empatia.

Foi de manhã assim, em pleno sol e energia, que um menino e sua mãe não tinham dinheiro nem comida para a principal refeição do dia. Comer, para toda a gente, mas principalmente para os pobres, é razão fundamental de viver. E lhes faltava nesse dia a razão. Tudo, portanto. A casa onde moravam era pequena, um arremedo de casa, a área toda a de um quarto de casa decente, que recebera três divisões: sala, quarto, cozinha, três celulazinhas. O pai do menino passara dois dias sem voltar para casa, e assim procedia porque se entregara a nova paixão. Estava de novo amor. Talvez, quem sabe, porque Dona Maria, a mãe do menino, estivesse uma senhora gorda, a disputar em programas de auditório no rádio o prêmio de igualar o peso de uma cantora ainda mais gorda. E, verdade, tantas vezes conseguiu igualar o peso da estrela que terminou por receber um prêmio de consolação, um corte de fazenda para fazer um vestido, que nunca fez, porque o vendeu. Para quê vestido, se comer era mais importante?

Foi em manhã como a desse domingo. De repente, assim como a água que chega sem aviso, um portador trouxe para Dona Maria, como prova de que seu marido não fugia aos deveres do matrimônio, quando tudo era aflição, eis que um anjo lhe traz uma nota de duzentos cruzeiros. Sim, o menino lembra, uma cédula que trazia no verso o Grito do Ipiranga. E o que ele mais lembra: mal o portador se ausentou, Dona Maria puxou o filho para o quartinho-célula. E o que ele mais lembra, fundamente, como a sua mais íntima e guardada pele: Dona Maria pulava, rolava pela cama, e sua alegria era tamanha que chorava de felicidade. Nos olhos vermelhos, nas bochechas subitamente róseas, a alegria dela não se continha, pronta a gritar, a anunciar para a rua: Hoje temos almoço! Hoje temos galinha!

São coisas assim que humano nenhum esquece. Por mais barbas e fios brancos o menino receba da vida. Por mais que cresça, e ganhe emprego em bancos, e garatuje umas linhas, e compre casas cuja área vale 20, 30 vezes a área do quartinho onde viu aquela senhora gorda pular. Chorar de felicidade, ele sabe, houve uma vez. Quem viveu essa alegria jamais deixará de ser um menino descalço, sem camisa, de calção frouxo. Agarrado à sua mãe e a uma cédula de 200 cruzeiros.

Nota biográfica del propio autor

Urariano Mota é natural do Recife. Publicou contos em Movimento, Opinião, Escrita, Ficção e demais publicações alternativas, na época da ditadura. Muitas “menções honrosas”depois, publicou o romance Os Corações Futuristas, cuja paisagem humana e física é a ditadura Médici, no Recife. Tem inédita uma novela policial, O Caso Dom Vital, que possui tema e enredo censurados por editoras. Nela, critica cruelmente o ensino em colégios brasileiros.

Tem contos, crônicas e artigos publicados em lugares que vão da Europa ao Brasil. No entanto, é quase absolutamente desconhecido no Recife. Em dúvida, consulte-se o Google, que nada informa sobre outro estranho fenômeno: Urariano Mota é um escritor novo, na idade de 56 anos.

Escreve em português, sempre. Ora com raiva, ora com indignação, ora com ironia, ora com um coração sentimental, frouxo, de deixar os olhos rasos d’água. Isto quase sempre acontece quando lembra as pessoas a quem ama ou amou, pessoas cuja infelicidade ele não extinguiu, pessoas para as quais não compensam linhas de prosa. À semelhança do personagem Samuel, do romance Os Corações Futuristas:

“Nesse dia Samuel descobriu uma nova faceta em sua mãe. Depois do enterro, ao voltar para casa, e ver os cômodos ocos, como sempre acontece quando uma casa perde um dos seus moradores, ela lhe disse:

O que você quer comer? Vamos tratar de comer. A partir de hoje o meu filho é quem manda.

E abraçou-o. E chorou, sentida, desvalida e calorosamente, como a Maria dos seus oito anos. Samuel percebeu, no íntimo, que as lágrimas da sua mãe caíam sobre o ombro dele como as lágrimas de uma mulher infeliz que encontrou o seu amor. Ele a sentiu em seu peso e sua graça, graça pela solidariedade que o invadiu, peso no entanto por saber que não poderia suportar tamanha esperança.”