Por Federico Guzmán

 

Lo expulsaron del Santa Lucía, el único lugar que le pareció ligeramente familiar. ¡Viejo de mierda! ¡Saca tu huevá de caballo!, le dijeron mientras el jamelgo bebía en la única fuente de la colina, entre jardines y muros encastillados. Abajo la ciudad rugía; ¿dónde se habría metido el gordo chanta?, pensaba mientras galopaba sobre avenidas repletas de animales blindados y gente urgida y curiosamente ataviada.

Entonces vio la gigantesca cuncuna que succionaba a la muchedumbre pasiva, “como si fuesen ovejas que van al matadero”, se dijo, al tiempo que  apretaba su lanza y embestía al monstruo. Un grupo de exaltados siguió su ejemplo golpeando rabiosamente a la bestia, aunque para su sorpresa finalmente penetraron en sus entrañas a través de las heridas que ellos mismos le habían infligido. Desconcertado ante semejante locura, sintió crujir sus propios huesos sobre la montura bajo el peso de la armadura; cansado, paseó la vista a través de las inverosímiles torres acristaladas buscando siempre al gordo pajarón, pero sólo se encontró con una multitud suicida que marchaba cabizbaja hacia un agujero en medio del duro pavimento. ”Debe tratarse de un gusano u otro ser maligno -propio de las profundidades- que los atrae con malas artes” pensó, y a lo lejos divisó otro orificio, y luego uno más allá, hasta que a la distancia pudo ver a la enorme lombriz celeste emergiendo del boquete, y en su excitación apuraba de sobremanera al corcel, babeando espuma el pobre bruto. “A ver si vuelves a devorar multitudes inocentes”, fue lo último que murmuró el enjuto jinete manchego antes de saltar sobre el Metro en plena Norte-Sur.

Federico Guzmán

Habitante de lugares dispares como Chiloé o California; eventualmente escribe cuentos y guiones. Sin publicaciones.