Hasta luego,

Hasta luego.

Hasta que nos encontremos sin sorpresa

viajando por los trenes de la noche

bajo unos párpados cerrados.

Jorge  Teillier

Por Max Valdés

El tren abandonó lentamente el andén atrapado por la niebla de la madrugada. No había más que tres personas en  la estación: un par de ancianos con las valijas junto a la plataforma y yo. Los observé pues me parecía extraño, dado el frío y horario, que el par de viejos se expusiera al mal tiempo y hielo del invierno. Ella parecía una muñeca de porcelana con el rostro agrietado de arrugas. Sus ojos azules eran dos  incrustaciones de niña joven en un semblante decrépito.

El viejo escondía la cabeza entre las altas solapas de su abrigo. Tenía la apariencia de un soplón del régimen. Había visto a muchos y los podría identificar uno a uno: siempre los mismos gestos, la misma manera de perseguir con la mirada, incapaces de disimular la maquinaria infernal que los inducía. Recordé aquellas imágenes de decenas de refugiados en la antigua ciudad de Dubrovnik  Aquí en América creíamos que ese tipo de atrocidades políticas jamás ocurriría. Vivir al sur del mundo era una aparente ventaja. Mi padre huyó hastiado de la dictadura de Franco instalándose primero en Buenos Aires y después radicándose definitivamente en Valparaíso. Poco duró nuestra sensación de libertad; fallecería en otra dictadura a finales de la década de los setenta.

Miraba por la ventanilla sin prestar atención a los pocos pasajeros quienes cruzaban de vagón en vagón y el interior del carro con sus puertas de ébano desgastadas. Aún era el amanecer y una cinta yaciente y diáfana de humo blanco cubría el horizonte. Eran los primeros indicios de una ciudad en aparición súbita.

Al abandonar el enorme galpón que protegía la estación surgían inmediatamente espontáneos villorrios y vastos pastizales de trigo. Los cables del alumbrado eléctrico caían a baja altura, casi rozando los tejados de las humildes casas construidas con ladrillo sin estucar y madera de segunda mano.

Paisajes en cámara lenta, como un ebrio que va poco a poco adormeciendo su conciencia en un espacio de silencio necesario para entrar en  la profundidad; Una contemplación efímera tal como un puñal rebaja en su corte la mejilla de la víctima. La analogía entre el tren y el cine es apropiada: uno hace viajar el cuerpo, el otro el espíritu;  ambos hacen viajar los ojos, la mirada azul, verde o violeta cualquiera sea el color de las campiñas. Un viaje en tren es en sí un filme, un travelling que pasa ante los ojos de un mismo espectador; una película de la cual se descarta el negativo. Las mejores películas así como  los mejores viajes en tren nos significan  en el espacio y el tiempo.

No sospechaba las huellas de aquellos viajes. Como una extraviada intuí que nunca tendría residencia estable. Que mi único vínculo con la realidad estaba en la música.

Viajar a través de la noche era penetrar en una atmósfera similar a una composición trágica. El destino y los viajes me guardarían una sorpresa. El devenir de las aldeas me anunciaba el giro, la transfiguración de la materia.

Un espacio íntimo comenzaba a cobijarse en mi alma. Sentí una brisa helada que enfriaba mi nariz como siempre sucede en invierno.

Nos detuvimos en una estación rodeada de pastos gigantescos. La pareja de ancianos bajó y fue la mujer quién buscó con su mirada mi rostro: me encontró con la mejilla pegada al vidrio: observándola. Quería decirme algo, moduló una frase que no alcancé a oír ni comprender. Me levanté. Fui al cambio de carros por si podía hablar con ella. El tren apenas comenzaba su marcha. No sé por qué no descendí. La articulación del tiempo habría sido otra. Regresé.

Eché un vistazo a mis valijas: la pequeña contenía las partituras de Mozart, el vestido de concertista que debo usar en las presentaciones, el álbum con las fotografías de Margarita y la cajetilla de More que me resisto abandonar por mi propensión irremediable al tabaco.

Dos imágenes o escenas congeladas vienen a mi memoria: en la primera veo a Margarita de dos años en una estación detenida del tiempo. Su cuerpo ya enfermo fotografiada en mis brazos a la salida de uno de mis conciertos, su mirada ingenua prisionera del mal buscando consuelo bajo un cielo brumoso. En la segunda imagen veo a Oscar protegido por su flauta traversa sonriéndome desde su atril, con mirada seductora antes de iniciar la melodía de La flauta mágica; Oscar tenía la sonrisa más bella que jamás mujer alguna haya deseado.

Verifico el boleto dentro de mi chaqueta dispuesta a entregarme al viaje, a la sensación del tiempo borrando máscaras. Un viaje de madrugada cuando los pasajeros son más reacios a hablar, a hurgarse en miradas, a descubrirse desnudos de todo maquillaje.

La neblina está desapareciendo y el paisaje rociado de frío se devela a mis ojos, el tren empieza a disminuir su marcha. El silencio dentro del compartimiento es absoluto. Luego se detiene en una pequeña estación. Veo a un hombre despidiendo a una mujer, abrazándola emocionado. La mujer pelirroja me parece cara conocida. La he visto en la sala de conciertos en Santiago. Se ha sentado en primera fila y cuando acababa de concluir el Lied de Schubert, ella pareció conmoverse de verdad  y al finalizar el último compás, aplaudió de pie y no cesó de emocionarse. Llaman la atención estas muestras de turbaciones. Los ojos de la mujer puestos en ese instante único de quizá que revelación y emotividad. Cuando finalmente el hombre de la estación da el último abrazo a la mujer, alcanzo a divisar  que lleva un folletín del programa que tocáramos escasas horas antes. La pelirroja sube al carro. Se sienta frente a mí. Pensé que podría reconocerme pero no es así. Quizá si viera el instrumento que está sobre nuestras cabezas podría hacer la asociación. Yo le sonrió. Ella parece atemorizada. Muevo la cabeza y los músculos de la cara en señal de querer iniciar un diálogo pero ella está cerrada como una ostra. Parece que yo no existiera.

Estoy cansada. Mi último concierto requirió  concentración y adjudiqué al agotamiento este rostro que creía ver por segunda vez.

Miro otra vez por la ventanilla. La claridad no llega nunca. El cielo aún no retira sus estrellas brillantes, una dimensión fuera del alcance de mis sentidos. ¡Cuántas veces en los distintos hoteles donde debía alojarme  me aproximaba a los balcones y miraba sólo por placer el anochecer!

Creía ver cuerpos girando alrededor de una bella sinfonía de fondo, una variedad de armonías complementándose en sí mismas, un pliegue sensual de la naturaleza sobre quienes, desde abajo, vemos un resplandor insospechado del futuro.

Siempre me fascinó la noche. Habitando en mi departamento de la ciudad caminaba buscando que esa voluptuosidad  de sensaciones entrara a mi alcoba. Cuando estaba de ánimo sacaba mi viola e intentaba comunicarme con el espacio. Como era de esperar jamás obtuve una respuesta sobrenatural. Finalmente concluía abriendo el refrigerador y el jugo de frutas y refugio en la inmensidad de mi habitación. Así fue mientras vivía con Oscar. Luego de su desaparición jamás logré reponerme. Sus objetos quedaron tal cual como él los dejó la tarde anterior: la flauta traversa fuera de la caja negra, el atril con las partituras de Beethoven en su tercer movimiento, justo hasta donde lo escuché ensayar, los cigarrillos sobre la mesa de noche, las llaves del auto confundidas con las cuentas de los servicios: una auténtica naturaleza muerta de Cézanne. Él volverá. Eso han dicho todos mis colegas de la Sinfónica.

No se trata de ningún trabajo de la dictadura. El no estaba metido en nada, continúan. Mentira. Yo sé que Oscar odiaba el régimen del terror tanto como yo. Subversivos significa estar bajo la versión oficial, no tragarse la pastilla de turno, creer en la vida y en la música como símbolos de libertad. Materia conocida, la lucha de siempre de todos los pueblos de cualquier época. Nada ha cambiado. La Sinfonía número 3 conocida como Heroica posee compases de júbilo y dolor, placer y pesar, gozo y pesadumbre, sueños de esperanza y nostalgia, depresión y optimismo, osadía, entereza y un indomable sentimiento de dignidad emanado de la fuerza. Esta fuerza, incrementada al infinito es el motor capital de esta composición: hacia la mitad la obra crece hasta alcanzar una violencia destructora. 

Ahora en mis ensayos las cuerdas se apagaban en una opacidad distante que me llevaba a pensar en el sentido que tenía dentro de mí continuar practicando esta obra impuesta por el Ministerio del Interior que buscaba reemplazar, ineludiblemente, mi desamparo, la desaparición de Oscar y  por eso la búsqueda en las estrellas, la oscuridad entrando fría a mi cuerpo, el desencanto de abrir los ojos y un final que no llegaba  pues  tengo cuarenta años y Margarita es una sepultura, la urgencia de la creación de un nuevo hijo, del nacimiento de la esperanza que ni aún las Cuatro Estaciones para viola y orquesta satisfacen.

Repentinamente la mujer pelirroja me entrega una carta que pone  sobre mi falda. Se levanta retirándose  rápidamente. La llamo. Salgo al pequeño corredor que une los carros. Cruzó por el salón de comidas. Un hombre mofletudo levanta la cabeza calva reprobando mi entrada. Tengo la carta en mi mano. Él la observa. Retorno a mi compartimiento. Doy vuelta el sobre lentamente. Sumida en mis cavilaciones soy incapaz de distinguir a un hombre de unos treinta años  ingresando al compartimiento del vagón. Viste un traje oscuro y su cabello rubio ilumina su cabeza pequeña. Coloca su bolso en el estante y enseguida mira mis ojos y me sonríe mientras yo escondía la misiva. Lo reconocí de inmediato. Es la misma persona que me consiguió un taxi para abandonar la sala de conciertos. Prefiero simular que jamás antes lo le visto y giro mi cabeza hacia la ventana ¿Qué buscan? ¿Por qué siento que me persiguen? ¿No les bastó con arrebatarme a Oscar?

Después el boletero entra a nuestro compartimiento. Controla los papeles. Hace coincidir el número y luego retorna mi ticket. Ansío cerrar los ojos para no reconocer que es el mismo sujeto que estaba a cargo de la entrada en la sala de espectáculos.

Una repetición absurda. El hombre que podría fácilmente ser confundido con un militar si usase uniforme busca en mi cuello la cruz de plata y la cadena heredada de mi hija antes de morir en la clínica. Yo misma se la saqué, con la delicadeza y la ternura que su cuerpo aún tibio merecía.

De pronto el tren pita. Ingresa a un túnel. La presencia insistente de la oscuridad anula mi presente. Aprieto mis manos. Siempre he temido al fondo de la tierra. El tren es una sepultura incrustándose bajo las rocas y las cenizas.

Al superar la crisis de las tinieblas la bruma desaparece. El hombre vuelve a mirarme y me ofrece una revista de viajes. Se lo agradezco. Reviso las páginas. Anuncios de actividades en la ciudad, deportes, conciertos de solistas ilustres: el concierto de Mozart interpretado para viola y orquesta; mi nombre y fotografía en primer plano y el anuncio de mi próximo concierto que recién había dado.

Un revés fuera de lo normal se apresuró en denunciarme que el tiempo extraño y ajeno otorga  vuelcos a sus criaturas. Prefiero pensar en el agotamiento de la jornada, en las excesivas  horas de estudio en la sinfonía Heroica. Las mismas siempre largas noches de inquietud en mi alcoba imaginando el retorno de Oscar.

El hombre divisa mi maleta que contiene la viola. Pregunta si tengo que ver con el concierto que se dará esa misma tarde en la ciudad. Respondo que no, que soy una estudiante que viaja a casa de su maestro de música. Mentí, ante el horror del volcamiento indescifrable de mi tiempo y mi música versus el tiempo de los otros, el tiempo irreal.

El hombre del cabello rubio confiesa que ama la música y que sólo ha llegado a ser un simple funcionario público. Delata su insoportable frustración. Hundo la carta en el fondo de mi bolsillo. El se acerca “¿Quién es Oscar?”, me pregunta. No sé qué responder. Recién ahora entiendo la palabra pronunciada por la anciana frente a la ventana: O-S-C-A-R una a una.

“¿Qué tienes allí?”, parece preguntarme. Luego, rudo y  decisivo toma mis manos para besarlas. Repasa mis dedos admirado de lo que la música y Dios pueden hacer con ellos. Lo miro a los ojos y eso basta para que me transmita su  ansiedad. Me busca, dibuja mis labios con sus ojos enfrentándome, mis mejillas, mi cabello largo. No sé qué hacer. Es una nueva forma de tortura institucionalizada en las sombras de lo siniestro.

Súbitamente su boca besa mi boca y estamos fríos como si la muerte estuviera pronta a habitarnos.

Pone sus manos alrededor de mi cuello y mi pecho excitado crece para él.

Bruscamente me retiro de su lado. Salgo al otro extremo del vagón. Las ventanillas cerradas me asfixian. Cruzo los umbrales que separan los vagones. Los pasajeros están quietos como estatuas de sal, con los ojos cerrados o poseídos por  un sueño de noche infinita.

En uno de los compartimentos una mujer viaja sola.

Junto a ella la maleta de un instrumento: una viola de Gamba.

La miro. Sus ojos buscan el paisaje de la soledad de los campos naturales. Me acerco más. Busco tras el cristal de la puerta su imagen. De pronto ella advierte mi mirada, voltea y sonríe: ¡Soy yo misma sonriéndome con inocencia, desconociendo el destino que me aguarda. Mi propio espejo que  observa a través del compartimiento!

No sé cómo entender toda esta serie de simultaneidades que me confunde. La justificación del agotamiento ya no sirve, la tensa jornada del concierto, el recuerdo de Margarita llamándome  desde su pozo negro, el hombre frustrado que pretendió mi mano fría bajo mi abrigo, ansiando el agujero interior de mis piernas o la zona negra del placer y del espanto.

El tren pita nuevamente el arribo a una nueva estación.

Estamos en las afueras de un pueblo silente. La  oscuridad continúa a pesar del cielo limpio y pintado de un celeste agua. Detiene la marcha. Alrededor veo unas fábricas expulsando humos negros. Recuerdo el taller donde trabajaba como obrero mi padre. Veo al otro extremo del pueblo, la cruz de la iglesia de la Veracruz en la cual di mi primer concierto en homenaje a Benjamín Britten. Veo el Oldsmobile de dos puertas que mi padre compró con el dinero de su jubilación. Todo me parece muy extraño. Un letrero anuncia el nombre del pueblo. Es el mismo que habité hasta antes de viajar a Santiago y estudiar en la facultad. Distingo el garaje donde ensayábamos con la orquesta juvenil. Detrás está aún un sitio baldío. Un atardecer tibio de domingo Oscar me besó e hicimos por primera vez el amor. Me sentí sucia. A él lo sentí distante más preocupado de hacer un buen ejercicio que entregar amor. Me preguntó si lo había hecho bien: le mentí, le dije que me había hecho feliz. Junto a una banca está su flauta traversa abandonada  en el suelo, sus anteojos, su carpeta gris conteniendo la música de Francis Cutting. Enseguida veo el cuerpo de un hombre tendido de bruces contra un fajo de heno. Tiene la cabellera larga  de Oscar y la casaca negra que usó la tarde de su desaparición.

Cierro y abro los ojos.

Unos hombres sospechosamente se distribuyen en los carros. El tren lleva detenido más de lo habitual.

Miro con cautela a través de la ventanilla y los futuros pasajeros se despiden con lágrimas contenidas. Veo una pareja de jóvenes que se besan como si fuese el final de sus vidas. El muchacho suelta la mano de su pareja cuando ésta se dispone a abordar el tren. No soportan la despedida. Los amantes no cesan de besarse. El muchacho que besa las manos se llama Oscar y es un enamorado eterno de la muchacha. Ambos tendrán una hija cuyo nombre será Margarita. Será leucémica y dará inicio a la fatalidad, al desencuentro, a la muerte.

Me asusto. Temo al futuro y al presente. Quiero descender del carro pero es tarde. El caballo de hierro va a explosionar. Todo fue planificado con antelación por el régimen, desde mi alcoba la noche anterior hasta antes del concierto de Mozart, desde antes de comenzar mis estudios en el conservatorio, desde la última vez que me despedí de Oscar en un andén de mi estación natal.

Corro a través de los vagones, llego al final del pasillo, hasta el entronque de los carros y puedo ver una red de líneas férreas. Creo estar en medio de una partitura indecible. Trazos de vías multiplicando el destino o la intersección de la vida y la muerte.

Saco la carta que me entregó la mujer pelirroja y la leo. Es un aviso para que tenga cuidado pues me persiguen y aguardan el término de ejecución de la Heroica para caer sobre mí como lo hicieron antes con Oscar. Agrega la nota que él fue asesinado, no le busque más pues  su cadáver ha sido abandonado al costado de una carretera.

Me aparto de la ventanilla.

Llego a la puerta de mi compartimiento original. Una  pequeña inscripción de bronce tiene inscrito: Compartimiento 114 – Vagón 17 y no puedo entrar. El tren se ha retirado del andén. Me quedo mirando por el cristal de la puerta hacia el interior del vagón. El espejeo del vidrio impide ver mi figura sentada junto a la ventanilla. Los pasajeros continúan ingresando al vagón y no me preocupo por ellos.

Sé  que a todos los he visto de alguna manera en el concierto y que todos participan del horror.

Los últimos vestigios de la ciudad han desaparecido en la bruma. Siempre ha sido de noche. Algo va a ocurrir en mi vida. Algo que va a acabar con todo lo sucedido el día anterior: la noche del concierto una bomba estallará dentro de la sala, desde la cual tocábamos la Heroica de Beethoven, las butacas se inflamarán en llamas. Luego vendrá el fluido agónico, los militares entrando a la sala de conciertos a buscarme para llevarme junto a Oscar y  los gritos de horror. Así entonces la persecución y la insensatez  borrarán el amor a la música, el amor a Oscar, el amor y la muerte así como la música y la vida contenidas en un mismo desastre.

Y siempre será el mismo  tren arrastrándonos en un viaje al final de la noche.

***

Max Valdés Avilés (Santiago, Chile, 1963)

Ha publicado el volumen de cuentos infantiles Tres cuentos de ciudad. Editorial Recrea, 2007.

El ciervo herido, Novela 2005

Mimí agoniza en la buhardilla de los bohemios, Cuentos 2004

Una mañana de más, Novela  2002

Publicará en los próximos meses el libro de microcuentos titulado: Ni un rumor en la oscuridad.