Por Natalia supe qué ocurría

Por Juan Mihovilovich 

La primera vez que doña Teresa me dijo que llevara las empanadas el domingo por la noche no me pareció extraño, así que le dije a mi madre que a las ocho entregaría el encargo acostumbrado. Ese día hice lo habitual: fui por la mañana a la misa de doce, dimos el rutinario paseo por Bories y durante el almuerzo Pablito vomitó de nuevo los detestables tallarines blanquizcos. Por la tarde estuve tres horas encaramado en el pino del patio mirando cómo pasaban veloces las nubes rumbo al Estrecho. Imaginé que algún día me cogería de sus bordes y traspasaría, no sólo el mar adyacente, sino que llegaría a lugares tan remotos que sólo el sueño podría descubrir.

Con catorce años a cuestas el mundo todavía era una bola enorme y candente que se alejaba demasiado de mis pensamientos. Todo me quedaba grande y el espacio emergía como una mezcla de paisaje y vuelos desmesurados. Si pudiera conciliar mi soledad con el cielo tal vez volara, porque ambos estábamos allí para lo mismo, aunque  no supiera bien dónde residía la semejanza. Pero, la identidad se producía más por observación que evidencias concretas. Más tarde bajé como siempre que me alargaba en mis sueños, somnoliento y prejuiciado por las reprimendas maternas. No era un acto que tuviera el beneplácito de nadie y a menudo debía tergiversar mis desapariciones con respuestas que la dejaran conforme.

A las ocho tomé la bandeja y antes que pensara en golpear, la puerta se abría incitante, con un halo de embrujo repentinamente descubierto. El vestíbulo estaba impregnado por un aroma de perfumes discretos, y por la puerta entornada del salón se veían los viejos sillones enfelpados. Doña Teresa me pellizcó como acostumbraba invitándome a ingresar sin demora. Las luces fueron encendidas por una mano invisible y esos colores violáceos me otorgaron una visión inusual. Yo tenía sueños de colores vivos y brillantes, pero estas tonalidades brotaban de paredes con una opacidad indefinida cubriendo el espacio de lúgubre vistosidad. Antes que pudiera preguntar quedé solo mirando ese mesón delgado y esas repisas de madera repletas de botellas etiquetadas. Pensé en retirarme sin probables elucubraciones, pero una música suave y cadenciosa empezó a llenar el espacio desde una pieza interior. Confundido me apoyé con nerviosismo en el mesón y tamborileé dubitativo esperando que algo aconteciera. Sin que el tiempo me evidenciara su paso quejumbroso una figura sugestiva envuelta en un vestido azulado avanzó con pasos estudiados por una puerta lateral. Traté de observar inquisitivo y al intentar alzar la mano un gesto similar detuvo mi intención. Ella misma descorrió con lentitud interminable unos velos superpuestos que le tapaban el rostro y una mirada de brusca intensidad celeste me llegó a hacer daño. Más que la belleza de ese rostro subyugante me cautivó de inmediato la clara profundidad de unas pupilas difícilmente descriptibles. Me miró como si estuviera preguntándome de dónde venía y qué hacía perdido en la indiferencia de ese salón difuso. Yo estaba arrebolado y quería que ese momento de sublime confusión no acabara nunca. Deseaba eternizar esa corriente celeste penetrando en mis sentidos. -Ven- Me dijo. ‑Acompáñame ‑ Ytomándome de la mano me llevó por largos pasillos en tinieblas. Móviles sombras daban la impresión de entrecruzarse a nuestro paso y ojos fulgurantes me guiñaban complicidades desafortunadas desde todos los rincones. Un gato blanco gigantesco se atravesó entre mis piernas haciéndome caer, pero ella, volviéndose con dulzura me sonrió tocándome las mejillas con unos labios húmedos y absorbentes. Cuando creía que aquel camino sería infinito una puerta verdosa surgió al final del estrecho pasillo. Nos detuvimos silenciosamente y ella introdujo una llave pequeñita por una cerradura de metal. Con medida impaciencia seguí sus pisadas. Tanteó la pared en la oscuridad y presionó un interruptor. La habitación descubrió una densidad reducida dentro de una atmósfera irreal. Gruesos cortinados púrpuras enmarcaban una ventana de tamaño regular. Una cama de bronce ocupaba las tres cuartas partes de la habitación donde un espejo de medialuna mostraba mi apariencia deslumbrada. ‑Me llamo Natalia‑ susurró tomándome de los hombros y haciéndome girar hasta quedar a la altura de sus ojos indefinibles. Sonriéndome dijo que mirara la calle mientras regresaba del baño. Contemplé el puente de concreto y el brillante deslizamiento de las aguas del río. Un par de borrachos se perdía abrazados por un recodo al tiempo que el extraviado graznido de una gaviota remecía la quietud de unanoche diferente.

Por el reflejo del vidrio vi que Nataliaingresaba en puntillas y antes de volverme la penumbra llenóla habitación. ‑Acércate‑ Escuché en las sombras y sentí su mano tibia presionándome los dedos. Situado enun profundo desconocimiento de las distancias no podía calcular qué hacía perdido en ese sitio sorpresivo. De pronto escuchaba palabras incomprensibles en mi oído y caricias que impulsaban a un atrevimientoindeseado. Hubiera querido que la luz llegara meridianay aclarara ese panorama indescifrable. Deseaba encontrarme en esas pupilas de limpias dimensiones que acariciaron mi soledad en el salón. Pero, estaba anonadado tanteando en la oscuridad mi propia búsqueda de un encuentro tardío. Como naufrago de mis palpitaciones me veía llevadoa un pozo sin fin de nerviosas sensaciones. Deseaba a esa mujer que tocaba desordenadamente, pero a la vez confundía el mero acto físico con un complemento espiritual ausente. Pretendía llamarla desde el fondo de mis palabras equívocas y escuchaba su respiración ascendente en mis orejas como un ruego complaciente similar a un letánico sonsonete de promesas desconocidas. Se cruzaban por mi cabeza sonidos de pájaros, visiones de palomas cayendo a un vacío infinito, ruidos de vehículos encadenados en un carrusel de sinfonías descompasadas. Aparecían los antiguos títeres juguetones sobre un escenario destartalado de la escuela Yugoslava y nosotros aplaudíamos jubilosos enterneciéndonos hasta las lágrimas por la injusta muerte de una princesa de hermosas mejillas sonrosadas. Yo besaba esos labios apasionados en medio de alocadas carreras por basurales deshabitados. Tocaba los senos de Natalia parado en una cancha de fútbol solitaria donde ambos nos mirábamos sin reconocemos. Agitaba su cuerpo deseando una entrega compartida, y llamándome con una especie de quejido debilitado por la espera. Pero, yo veía docenas de banderitas y serpentinas colgando del cielo raso de un gimnasio, bicicletas que pedaleaban vacías por una calle inconclusa, niños que impulsaban con los dedos un globo gigantesco, para escuchar el llamado de mi madre por la endeble puerta del patio de mi casa.  

Desde mi propio cuerpo frío y estrechado sentía una porfiada ventisca penetrante azotándonos desnudos sobre la nieve. Natalia se inflaba como si una bola pequeña fuera arrojada desde el cerro y yo esperaba en las orillas de la playa ser arrollado por esa mole blanca cuyo único punto definido eran esos celestes ojos fijos punzándome el cerebro. Sentado al borde de la cama apenas atiné a escuchar el chasquido del interruptor que evidenció mi vergüenza incontenible. Natalia, la de los ojos parecidos al cielo, me pasaba los dedos por el pelo. ‑Esto ocurre a veces.- Y es normal‑ Me dijo tiernamente.

Yo me tomaba la cara con las manos y lloraba perdido en ese mundo incomprensible que me dejaba atónito contemplando la soñada desnudez de Natalia.

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(Cuento publicado en el libro El Ventanal de la Desolación, 1era. Edición 1989; 2da. Edición 1993).