De sirenas a sirenas

…Sirenas. Eran éstas unas ninfas del mar que tenían el poder de hechizar con su canto a todo aquel que lo oía; los desgraciados marineros se sentían resistiblemente a arrojarse al mar y morían.

Thomas Bulfinch

Por años hemos vivido engañados, qué digo años, por siglos. Todos imaginan a las sirenas como afortunados seres mitad mujer y mitad pez. Yo mismo he llegado a visualizarlas de este modo, aunque en momentos albergué la sospecha de que la naturaleza o las deidades hubieran podido hacer una broma pesada al ponerlas al revés de nuestras creencias: del cuello hacia abajo, hermosos cuerpos femeninos y sobre los hombros cabezas de pez con ojos inexpresivos, repugnantes, fríos, y de esta manera lo escribí.

Estamos equivocados, así no eran las sirenas. No como lo propalaron algunos historiadores y poetas. La historia es cambiante y en nada se parece a una ciencia. Mejor dicho, en palabras del erudito Ángel Ma. Garibay: la antigua religión griega no era dogmática “como sucede con religiones elaboradas a un grado superior. Es natural que el pueblo y aun los sabios modificaran a su placer a veces los datos tradicionales.”

La verdad se ha impuesto, como suele suceder, y la teoría, alimentada por algunas ilustraciones en vasijas, murales y, desde luego en textos clásicos, ahora cobra certeza al encontrar una serie de pruebas irrefutables que nos muestran que las sirenas, a pesar de que vivían en los océanos, estaban formadas por un cuerpo de ave y rostro de mujer, en consecuencia, carecían de aletas y en su lugar tenían alas aunque eran incapaces de volar. Los pingüinos y las gaviotas, por citar dos especies de aves, viven cerca del mar, zambulléndose con frecuencia, encontrando un grato placer dentro de las aguas marinas, sin ser plenamente acuáticas. Según imágenes de la Grecia clásica, las sirenas realmente eran seres repugnantes y sólo un enfermo de zoofilia extrema tendría relaciones sexuales con ellas.

Al parecer, a la lujuria masculina le debemos la imagen de una bella y sensual mujer, de cabellos húmedos y ensortijados, con una cola de pez, sobre una roca, en espera de ilusos. El citado Garibay explica que “se les dio el sentido de seres ávidos de experiencias sexuales que por eso intentan atraer a los marinos y pescadores.” Ha sido, pues, una especie de símbolo sexual, pero, si uno se topara con una de ellas, ¿cómo hacerle el amor?

No quedan precisas las razones por las cuales se originó la confusión, pero no hay en nuestros días un libro o filme que al describir a las sirenas no las ofrezcan como mitad mujer, mitad pez. Quizá se deba a que resulta más atractivo un ser así que una simple ave, parecida a las de corral, indigna de aparecer en una historia con características de epopeya, cuyo rostro es de mujer fea. Es más bien ridículo. Pero así eran o son. En Sicilia, en una costa abandonada, han encontrado no sólo una multitud de pruebas pintadas en muros y representadas en desconcertantes esculturas, sino también restos fosilizados de una sirena: huesos de una especie gallinácea con cráneo femenino. Lo indican asimismo las historias en las paredes de un templo recién excavado por los arqueólogos, su función no era la de encantar y matar marinos: se limitaban a ser extraños personajes de diversión teatral: aparecían en los escenarios helénicos y cantaban ante una audiencia que no dejaba de comentar algo irreverente: Cómo era posible que a aquellos seres pequeños y ridículos, grotescos, Zeus les hubiera dado voces tan hermosas.

Las sirenas nacen de la musa Caliope y el dios-río Aqueloo, extraña unión que las engendró. Si hubo irreflexión e incluso perversidad al darles forma, fueron recompensadas con una voz de inmensa dulzura y musicalidad (heredada de su madre) que fue la perdición de muchos marinos que las escucharon cantar. Prueba de ello es el tormentoso retorno de Ulises a Ítaca y el osado viaje de los argonautas en busca del vellocino de oro. En el primer caso, Ulises se salvó al seguir la recomendación de Circe: su tripulación se puso cera en los oídos para evitar el canto de las sirenas, mientras él, fuertemente sujeto al mástil del barco, podía escucharlas. En el segundo, los argonautas evitaron la muerte porque entre ellos iba Orfeo cuya música era más sonora y hermosa que la de las sirenas.

Es posible que muchas muertes de marinos se deban al choque inesperado con la realidad. Si el hombre que se arroja a las aguas saladas tiene la imagen grabada de una hermosa mujer, de pechos magníficos, qué sucede al encontrar una ridícula y grotesca variedad de gallina, cuyos ojos femeninos coquetean con él: no queda más que morir por la aterradora impresión.
Con el tiempo, la historia -que también tiene una concepción estética que defender-, prefirió la versión que muestra a las sirenas sensuales con cola de pez, cuya belleza cautiva a los hombres y permitió la extinción de esas patéticas gallináceas de fascinante voz.

Pigmalión: ni rey ni escultor, simple enamorado

Pigmalión, como es sabido, fue rey de Chipre. Las crónicas de aquella época narran que era un monarca desobligado con los asuntos de Estado. Prefería esculpir. En cuanto lograba deshacerse de las tareas de gobierno (todas llevadas a cabo con un total desgano) corría a su amplio taller y allí trabajaba con entusiasmo. Personas tan distintas como los historiadores y los literatos coincidían en afirmar que la escultura le absorbía todo el tiempo; en consecuencia, el pueblo pagaba la devoción del rey al arte.

El abandono llegó a ser completo cuando Pigmalión, sintiendo que ninguna mujer lo merecía, decidió esculpir una mujer perfecta. Luego de un intenso trabajo de muchos meses, pudo concluirla. La vio, la acarició y se sintió irremisiblemente enamorado de su creación. Esto es más o menos normal entre los artistas, que de pronto se prendan de sus más acabadas obras. Flaubert, por ejemplo, pasaba las noches pensando sexualmente en Emma Bovary y ninguna otra mujer le gustaba y algo parecido lo ocurría León Tolstoi, enamorado perdido como estaba de su Ana Karenina.

Pigmalión cada día le suprimía un pequeño defecto: mejoraba la sonrisa, los senos, el vientre, los muslos, hasta que Galatea (así la llamó) alcanzó, si esto es posible, la perfección.
Pero Galatea era de mármol. Pigmalión entonces acudió a la diosa Afrodita para que la convirtiera en un ser humano. La deidad cumplió con las desesperadas súplicas del rey. Cuando éste llegó al taller, distante del palacio real y de sus obligaciones como gobernante, la escultura había adquirido vida, había dejado la dureza y frialdad de la distinguida piedra para transformarse en suave carne. De inmediato hicieron el amor y unos cuantos días después, Pigmalión contrajo matrimonio con Galatea. Como es obvio, y así ocurre en algunas historias de amor, fueron muy felices, tanto que no se ocuparon de tener hijos.

Pero mientras que la pareja se entregaba a las delicias del sexo, el reino quedaba en ruinas. La miseria se adueñaba de las familias y los ladrones y saqueadores aprovechaban la ausencia de vigilancia y de leyes para apoderarse de los pocos bienes que quedaban. El mismo palacio fue una y otra vez víctima de los pillos. Un verdadero desastre, hasta que Pigamalión y Galatea fueron desterrados a una isla muy pequeña donde siguen siendo muy felices, plenamente enamorados y distantes de Chipre.

El otro Pigmalión y la otra Galatea

Pero hubo otro Pigmalión y otra Galatea, ahora gracias al talento de George Bernard Shaw. Esta vez la eterna historia de los enamorados se ve reflejada en un hombre educado y fino y una florista como tal, humilde e ignorante. La historia fue convertida en obra teatral; escrita en Londres entre 1912 y 1913, ha sido representada siempre con gran éxito. La cinematografía la hizo más célebre aún merced a una versión musical, My Fair Lady, con Audrey Hepburn y Rex Harrison. El personaje masculino central, Henry Higgins, es un especialista en fonética y el femenino, Eliza Doolitle, una jovencita de terribles acentos arrabaleros y un divertido manejo del caló. Se convierten en maestro y alumna y la modesta vendedora callejera resulta una dama culta y distinguida, capaz de ser inmediatamente incorporada a la más refinada sociedad de su tiempo, la difícil época victoriana de Inglaterra.

Nadie alberga muchas dudas sobre las intenciones de Shaw: ser él mismo el modelo del personaje central, sólo él sería capaz de conseguir el milagro de una metamorfosis incomparable, semejante a la del afamado Pigmalión. Pero hay mucho más: el dramaturgo y ensayista no necesitaría del apoyo de Afrodita, su arte lo conseguiría. Sabemos de la imperiosa necesidad que tienen los artistas en ser arrogantes, su necesidad de elogios y reconocimientos puede ser insaciable y digna de piedad, pues se convierten en dueños de una asombrosa y tal vez irritante vanidad. El propio Shaw dice en Hombre y superhombre: “Mis personajes tienen razón desde sus diferentes puntos de vista y, en el momento dramático, sus puntos de vista son también míos.” Así que no hay duda: Pigmalión es él.

Atento lector de Marx (leyó El Capital en 1882 en la misma sala del Museo Británico en que fue escrita la monumental obra), derivó hacia un socialismo menos dramático (al fin Shaw gustaba de la comedia y consecuentemente tenía un desarrollado sentido del humor), el fabiano. Se sabía un dios y trataba de mejorar la obra de un eventual creador: “Es muy posible que Dios haya creado el mundo en broma. Pero, en ese caso, debemos hacer todo lo que podamos para que, por lo menos, sea una buena broma.” Su ironía desconocía límites, solía satirizar, de modo implacable, al mundo que lo rodeaba, aún así, en 1925, el impetuoso y polémico genio recibió el codiciado Premio Nobel de Literatura. Al morir, luego de una buena vida de éxitos artísticos, como una paradoja de los tiempos difíciles que le correspondieron: el surgimiento y muerte del fascismo, dos pavorosas guerras mundiales, el nacimiento del mundo socialista y los procesos de descolonización, sobre su cabecera estaban las fotografías de Stalin y Gandhi.

Finalmente, la Galatea de Shaw se enamora de su creador o artífice, al contrario de la versión original, ya que su Pigmalión se mantiene ajeno a ella y leal al Edipo que lo ha marcado. El espectador descubre aterrado que ahora podrá ser una dama pero lo es a costa de la infelicidad. La nueva versión es contraria al ideal griego y muy distante del escritor de frecuentes combates con el romanticismo: Eliza-Galatea, al contacto con Henry-Pigmalión, deja de ser un personaje de carne y hueso y se convierte en una lady, lo que implica un elevado grado de deshumanización, es decir, se vuelve estatua de mármol.

Como en muchas obras de George Bernard Shaw, no hay final feliz y sí moralejas o enseñanzas contradictorias; un final ambiguo que el espectador, por fortuna, podrá interpretar de diversas maneras. Con la caída del telón, advertimos que la historia es infinita.

Pero centremos la atención en los modernos Pigmalión y Galatea. Si nos atenemos a lo que vemos en 2006 por todo el mundo, surge la inquietud: ¿será posible la existencia de un hombre o una mujer capaz de convertir el plomo en oro, la manta en seda, la estupidez en inteligencia, la maldad en bondad? Estamos llenos de Galateas (hombres y mujeres), todas llenas de supina ignorancia, cretinismo y absoluto desinterés por la educación y la cultura. Pigmalión tendría que ser no solamente un héroe o un superhombre sino una especie de dios o semidiós con poderes suficientes para llevar a cabo la transformación positiva. Con el inicio del nuevo milenio y la globalización capitalista, ha triunfado la vulgaridad y el desprecio por el talento; hoy sólo admiramos a quienes han hecho fortunas descomunales y -no me cansaré de repetirlo- las grandes riquezas únicamente se consiguen al amparo del poder político y en la deshonestidad. Si la propiedad es un robo, como bien decía Proudhomme, es también un acto de profunda deslealtad a la humanidad, la que se ve más afectada en la eterna contradicción entre quienes todo lo tienen y aquellos que apenas sobreviven o consiguen poco por su trabajo. No olvidemos, ello es importante, que la riqueza es antinatural: nació con la propiedad privada y el Estado, cuando los primeros dos o tres listos de la historia decidieron cercar una extensa propiedad y gritar ¡Esto es mío! ante una desconcertada multitud de comunistas primitivos.

Si el primer Pigmalión centraba como objetivo de su vida el amor y el segundo lo veía como una prueba de poderío intelectual, los de hoy sólo piensan en Galateas que brinden la oportunidad de mejorar la hacienda familiar.

La verdadera historia de Sísifo

La historia de Sísifo no es como aparece en libros de historia y mitología, poetizada. El hecho de subir un enorme peñasco a una alta cima en el Hades, todos los días durante una larga temporada, casi eterna, le dio al héroe una espléndida fortaleza física, músculos poderosos y en general una fuerza brutal que incluía un enfermizo deseo de vencer a toda costa la adversidad. De tal suerte que un día, aburrido del castigo impuesto por Zeus, tomó la roca entre sus manos y la envió con tal furia al Olimpo que mató de un solo golpe a toda la corte celestial. Se dio media vuelta e inició una nueva vida. La última vez que supieron de él, fue en plena época medieval: trabajaba en un circo como hombre fuerte capaz de soportar grandes pesos. La publicidad lo presentaba como el nuevo Hércules o Sansón redivivo. Estaba más o menos satisfecho; por comodidad se había convertido en cristiano y casado con la mujer barbada. Apenas mantenía el recuerdo de Zeus y había olvidado que se llamaba Sísifo.

RENÉ AVILÉS FABILA nació en el DF (15-11-40) y nunca tuvo otra ocurrencia que la de ser escritor. Pese a ello, estudió ciencias políticas (y no letras) en la UNAM e hizo estudios de posgrado en la Universidad de París. Fue parte del taller de Juan José Arreola y becario del legendario Centro Mexicano de Escritores, a cargo de Juan Rulfo, Francisco Monterde y el propio Arreola. Comenzó a publicar muy pronto. El Fondo de Cultura Económica y Joaquín Mortiz recogen sus primeros libros: ambos de cuentos: Hacia el fin del mundo y La lluvia no mata a las flores. Su mayor éxito de ventas ha sido una novela que trata sobre la matanza del 2 de octubre de 1968: El gran solitario de Palacio. Le sigue la novela amorosa Tantadel. Su bibliografía es extensa e incluye novelas, cuentos, libros de memorias, ensayos y artículos culturales. Actualmente la editorial Nueva Imagen está recogiéndola bajo el título Obras completas de René Avilés Fabila, a la fecha, van catorce tomos. Ha ganado varios reconocimientos literarios y periodísticos, destacan, el Premio Nacional de Periodismo en la rama cultural y el Premio Colima al mejor libro publicado. Para sobrevivir es profesor de tiempo completo en la UAM-X y de asignatura en la UNAM. En las dos instituciones, lo es en la carrera de Comunicación.

En: René Avilés Fabila