Por Branny Cardoch Zedán

¿Qué quiere que le diga, señor juez? Usted sabe como es la vida, a veces nos enamoramos como estúpidos y perdemos el juicio. Claro que la maté, ¿para qué negarlo? Pero es mejor así, me siento liberado y puedo enfrentar la condena. Espero que sea la muerte, porque, si vivir con ella era un infierno, vivir sin ella, también lo es.

 Estábamos casados. Diez años no es poco, ¿verdad? La conocí una tarde de verano en la Feria del Disco. Yo quería comprar el “Adagio de Albinoni”  y ella, apoyada en el mostrador, escuchaba “Sansón y Dalila” a todo volumen  – “Mon coeur s’ouvre á ta voix” – La voz de la mezzosoprano resonaba acaparando la atención de los compradores. Me quedé extasiado escuchando esa voz maravillosa. La miré de soslayo. Tenía los ojos húmedos como si la emoción la hubiese arrancado de la realidad. Era alta y esbelta, bella como Dalila, quizás perversa como ella; ¿fue un pensamiento premonitorio? Quizás, señor juez, pero ya se lo dije, cuando uno se enamora, se pone estúpido. Me acerqué a la vendedora y le pregunté quién cantaba. Me miró sorprendida, como si yo tuviese que saberlo todo.

–   Shirley Verret, ¿no la conoce?

–  Por supuesto – mentí – quiero comprar ese disco.

Esperé hasta que el aria terminara antes de acercarme a ella.

– ¿Me permite hacerle un obsequio?

– Gracias – dijo – pero no lo conozco, ¿quién es usted?

– Un admirador de Shirley Verret, de “Sansón y Dalila”,y de usted.

Ella sonrió, vi estrellas  y el mundo se volvió color de rosa; ¿usted cree en el amor a primera vista, señor juez?  A mí me sucedió, no pasa sólo en las novelas. Después nos fuimos juntos y durante los próximos seis meses estuvimos haciendo el amor sin comprometernos demasiado. En realidad, era ella la que no quería compromisos, siempre estaba jugando conmigo, escapándose, desapareciendo por varios días para reaparecer sin dar explicaciones. Era un enigma y eso me enloquecía, obligándome a correr tras ella, suplicando por su amor ¿Por qué nos casamos? Usted dirá que fue una tontería, pero ella quedó embarazada. Curioso que una mujer dispuesta a meterse a la cama con cualquiera y que le importaba muy poco la opinión de los demás, librepensadora y agnóstica, quisiera casarse sólo por estar embarazada. Raro, ¿verdad, señor juez? Pero ella creía en la vida y un aborto no estaba en sus planes. Casarse conmigo le daba seguridad. Son curiosos los motivos que llevan a las mujeres al matrimonio. Algunas lo hacen porque están enamoradas; otras por dinero; algunas para escapar de su ambiente, y otras por trepar en la sociedad. Sin mencionar a las embarazadas que no saben a quién endilgarle el crío.  Muchas veces me pregunté si el niño era realmente mío y por qué Luciana se casó conmigo; ¿me amó alguna vez? Esa pregunta me la hice en cada una de sus escapadas, también en sus regresos. Me da vergüenza admitirlo, no me comportaba como el hombre ofendido que se alza iracundo tratando de borrar su indignidad. Tendría que haberme separado, ¿verdad, señor juez? Mi amor se había convertido en servidumbre. Quizás ella me engañaba buscando una reacción criminal, un secreto deseo de muerte que la empujaba a provocar mis más bajos instintos.

La primera vez que sospeché un engaño, terminé suplicando su perdón ¡Cómo se habrán reído de mí! – ¿Acaso no puedo tener un amigo? –gritó–. Julián es el marido de Beatriz, mi mejor amiga desde el colegio, ¿cómo podría hacer algo así?

Pero pudo hacerlo. Dígame, señor juez, si no fui un estúpido.

Cuando ella se fue de mi lado, el niño tenía cuatro años, yo no sabía como justificar la ausencia de su madre y opté por enviarlo a Iquique, a casa de mis padres. Le dije que se  merecía unas largas vacaciones. Usted tiene experiencia, señor juez; ¿cuántos casos similares han caído en sus manos? Creo que me está entendiendo, ¿verdad?  La vida no es como la pintan los poetas: es dura y cruel, nadie nos enseña a vivirla, y este amor se escribió con llanto y vergüenza; desgraciadamente terminó con sangre.

Una tarde, al volver a mi casa tras de seis meses de soledad, esperando cada día su llamado y de preguntarme si valía la pena seguir viviendo, escuché la voz de Shirley Verret gritar su falso juramento de amor a un desprevenido Sansón, como lo fui yo al dejarme cortar el cabello de la libertad, sólo que nunca me di cuenta, a pesar de todas las señales que ella fue dejando caer por el camino: “ Mon coeur s´ouvre á ta voix”.

Mi corazón  se paralizó por un instante, ¡estás de regreso, Luciana! Quise correr y estrecharla en mis brazos, decirle que estaba perdonada, que en el amor no hay odios ni rencores, pero opté por entrar lentamente y detenerme frente a ella, que me miraba con los ojos llenos de lágrimas. Ahora pienso que no eran de arrepentimiento, sino la emoción de la música, y yo, el estúpido, sólo atiné a recibirla en mis brazos.

 No quiero abrumarlo con mi historia. Durante los diez años que estuvimos juntos, ella se fue tres veces. No me estoy justificando, señor juez, usted me tiene que condenar a muerte, he cometido un crimen y no importan los atenuantes. Usted se preguntará por qué, después de tantos engaños, no me separé a tiempo y esperé hasta ahora para matarla. Puede acusarme de morboso, de masoquista, en fin, de desequilibrado mental, pero le fui tomando odio. Cada día la odiaba un poco más. Pero era un odio curioso, no podía dejar de amarla. Amor y odio. Cosas de loco, ¿verdad? Cuando ella no estaba, sentía deseos de estrangularla, tener un látigo para destrozar su cuerpo, escuchar su voz suplicante, ver correr sus lágrimas, pero cuando regresaba, esa rabia desaparecía y sólo deseaba tenerla en mis brazos. Hace tres días, después de una estúpida discusión, me avisó que se iba, quería el divorcio y la mitad de todo. El niño me lo podía quedar, no le interesaba. El hombre con que se marchaba tampoco quería chiquillos ajenos – soy muy mala madre – dijo justificándose.

  La voz de Shirley Verret sonaba a todo volumen mientras ella acomodaba su ropa en la maleta –“Mon coeur s´ouvre á ta voix”- pero ella no se daba cuenta. Quería gritar – Dalila, Dalila, mi amor, escucha, pero su corazón se mantuvo cerrado a la voz de mi angustia.

–  Me llevo lo esencial – dijo – el resto lo mando a buscar después.

– Bien, como tú digas.

–  No seas tonto, te libras de mí, ¿no te parece que es mejor así?

– Sí, es mejor así.

Apoyé mi cabeza en el vidrio de la ventana y miré hacia la calle. Él estaba ahí,esperando. No lo conocía, pero adiviné quién era. Un muchacho más joven que ella, más joven que yo. Por primera vez el odio subió hasta mi garganta ahogándome. Mi orgullo pisoteado se rebeló. Me estaba cambiando por un hombre más joven y eso era superior a mis fuerzas. Le confieso, señor juez, que mi vanidad dormida resucitó y ese odio tantas veces controlado brotó como oleadas de un volcán en erupción, quizás  porque por primera vez tenía frente a mí a quien se la llevaba y no lo podía soportar.

Tomé el punzón que tenía sobre el escritorio y sentí el impulso de bajar, pararme frente a él y clavárselo en el corazón. Luego pensé – ese pobre no tiene la culpa, será otra víctima de su desenfreno.

 La llamé, ella contestó fastidiada.

– ¿Qué diablos quieres? No ves que estoy apurada.

– Ven, tengo algo para ti, un regalo de despedida.

A ella le gustaban los regalos y eso era lo único que podía distraerla de lo que estaba haciendo.  Agité en mis manos una cadena de oro que guardaba para su cumpleaños. Se acercó mimosa y se abrazó a mí.

– ¿Me vas a dar un regalo? Eres un amor. A veces me arrepiento de irme.

Me besó en la mejilla. La abracé con fuerza, ella me mordió el lóbulo de la oreja ¡Maldita! Es mi punto débil. Un escalofrío me recorrió entero pero contuve el deseo de amarla, deslicé mi mano sobre el escritorio, tomé el punzón y se lo clavé en la espalda. Confieso que sentí un placer voluptuoso, un orgasmo de mi espíritu ¡Perra! Ya no volverás a jugar conmigo. Dio un grito y me miró sorprendida, trató de librarse de mi abrazo, la apreté con fuerza gozando con su desesperación. Volví a clavar el arma en sus pulmones destrozados. Gimió, mientras un hilo de sangre escapaba por sus labios. Se ahogaba y luchaba por respirar. Se debatía sin fuerzas, parecía un ave agónica en las fauces de su depredador. La sostuve hasta que la luz se apagó en sus ojos turbios. La tendí en el sofá mientras su sangre corría sobre la alfombra, abrí la ventana y grité:

– ¡Oye, tú!, ¿estás esperando a Luciana? Sube a buscarla.

Después llamé a la policía.