Por Angélica Gorodischer

Ella estaba moliendo el grano en el mortero cuando llegó el hombre gordo. Era realmente gordo y parecía más gordo todavía porque tenía la piel rosada, sin una sombra de barba en la cara, y piernas y brazos cortos.

-Querida, querida mía- dijo sonriendo.

Ella no dijo nada pero la mano del mortero se movió bruscamente en una dirección inesperada, quebrando el ritmo chac chac chac que había llevado hasta ese momento. Era muy bella: empezaba a encanecer, tenía manos grandes y fuertes y piernas largas, y el sol le doraba la cara y los brazos. Estaba descalza.

-Te ves tan hermosa, tanto -dijo el hombre gordo-, mucho más hermosa que antes, palabra.

A ella no le gustaba el calificativo hermosa.

-Ya sé a qué has venido -dijo.

Chac chac chac hizo la mano del mortero.

-Pero no -dijo el hombre gordo.

-Pero sí, ya lo sé. No puedo dejar esto. Debe haber por ahi algo en que sentarse.

El hombre gordo miró a su alrededor y no encontró nada en que sentarse. Hizo un gesto de impotencia que quiso ser cómico, y entró en la casa. Volvió a salir con una silla. Ella no dejaba de mirarlo.

-Estás equivocada -dijo el hombre gordo sentado en la silla-, completamente equivocada. Tuve que venir a un lugar aquí cerca, en fin, bueno, no muy cerca, no te voy a mentir no sea que lo averigües, en el campo los chismes corren tanto como en la ciudad, me imagino, y pienses mal de mí. No. Tuve que venir a Tresveredas donde hay una estancia que nos va a servir de ambientación, en parte al menos, para un trabajo nuevo que estamos haciendo, y, claro, me dije, con el auto, ¿cuánto será?. Una hora, me dije, no puede ser más. Puse cincuenta y tres minutos.

-Estupendo -dijo ella chac chac chac.

Hubo un silencio: solamente el mortero y un poco más lejos un gorgoteo. A ella se le ocurrió que el gordo estaría buscando algo de qué hablar.

-¿Qué es eso? -preguntó él- ¿Agua? ¿Hay un río cerca?

-Arroyo -dijo ella- y un molino. No te esfuerces tanto. Si te cuesta encontrar un tema de conversación, no hay inconveniente en que te quedes callado. O en que te vayas.

-Pero, mi amor.

-No me digas mi amor.

-Está bien, está bien, no te enojes, todo el mundo se dice esas cosas como mi amor, lo que quería decirte era que te aseguro que no he venido con segundas intenciones.

Chac chac chac, glo glo glo, antes de que se alargara el silencio, el gordo se apuró:

-No me creas, bueno, no me creas, pero estando en Tresveredas me dije por qué no, ¿eh?, ¿por qué no ir a verla?

-Ya sabías por qué.

-Y me vine -se hizo el que no la había oído, el que no oía ni el agua ni el mortero-, me vine para verte, para saludarte, ver cómo estabas, no para pedirte nada ni proponerte nada, no, no, no, en eso estás equivocada. ¿Que sería una maravilla que volvieras? Ah, pero por supuesto, quién más feliz que yo, que la empresa, que la ciudad, el país, quién más feliz si pudiera volver a ver tu cara en las tapas de las revistas, en la televisión, en el cine, en los grandes carteles rodeados de luces. Eso ni se discute. Pero no fue por eso por lo que vine, no, no quería hablarte de nada, sólo verte, sólo quería eso, verte. Y sin embargo aquí estás hablando como siempre hasta por los codos, pensarás. Y bueno, sí, no te falta razón. Hablo y hablo y hablo, como siempre, pero tendrás que admitir que no siempre con intenciones ocultas. Digamos que cuando estoy frente a un cliente y le hablo, no hablo para ocultar, hablo para mostrar, hablo para hacerle ver las perspectivas, los aspectos más favorables de una campaña. Si para eso tengo que tironear un poco de la realidad, recortarla, doblarla, deslizarla para acá o para allá, lo hago, lo menos posible pero lo hago. Hoy no, acá no, sólo vine a verte, no vine a pedirte que vuelvas a la ciudad, a tu trabajo con nosotros, al ajetreo, las luces, las fiestas, el lujo, un público que te vería reaparecer boquiabierto y encantado, no, no, no. Respeto tu decisión, como la respeté cuando decidiste abandonar todo y venirte a este, ah, hmmm, a esta soledad. Cierto, cierto, sé lo que vas a decirme, me costó aceptar y dejarte ir, cierto. Pero ha pasado el tiempo y has comprendido lo que yo sentía, ¿no? Así que ya ves, vengo, te veo, te saludo y ya me voy. Te veo tan hermosa, tan tranquila, tan satisfecha que cómo podría, ah, no, no, no. No entiendo, eso también es cierto, no entiendo cómo es posible que te guste esto, que siembres, que muelas el grano, que cuides animales, que coseches, que ordeñes, que vivas sin electricidad ni agua corriente.

-Te olvidaste del telar -dijo ella-, tengo un telar y tejo mis propias telas y me hago la ropa.

-Un telar, sí -dijo el hombre gordo meneando la cabeza-, sí, la ropa, eso es, como te digo, no entiendo pero para mí también ha pasado el tiempo y si bien no entiendo, respeto, respeto la vida que elegiste. Todo esto me es tan ajeno. Yo no tengo para ofrecerte más que dinero, y el dinero ya no te interesa, ¿no?

Esperó. Ella no dijo nada.

-Claro, claro -siguió el hombre gordo-, pero te acordarás de que es en el dinero en lo que se asienta mi mundo, el que fue tuyo alguna vez. Yo sólo ofrecería eso, dinero, mucho dinero, muchísimo, diez veces más que el que ganabas cuando nos dejaste. Y claro, eso no te interesa, no, no, no, si yo comprendo. Bueno, hemos tomado distintos caminos, eso es todo. Lo siento, lo siento de veras, pero ahora que te he visto tan bien, tan hermosa, tan, tan, tan completa, ¿eh?, ya está, ya veo que no vas a cambiar tu vida sencilla por eso que yo tengo, que hubiera tenido para darte. Ya me voy entonces, me vuelvo a la ciudad.

Pero no se movió de la silla. Ella terminó de moler el grano. Sacó la mano del mortero y la limpió con una espátula de madera despaciosamente, prolijamente. Revolvió con los dedos el grano deshecho y sonrió.

-¿Terminaste?

-Sí -dijo ella.

-Qué bien.

-Me voy a la huerta. Y cuando pique el sol, adentro, al telar. ¿No era que te ibas?

-Sí, sí, ya me voy. Me vas a tener que disculpar si te distraje.

-No me distrajiste. Adiós.

-Bueno, adiós. Un momento, te llevo la silla adentro.

-No te molestes.

-Insisto. Yo la saqué, yo la llevo -sonrió el hombre gordo.

Fue hasta la casa llevando la silla, abrió la puerta. Ella miró el cielo: ¿agua? No, eso no era agua. Tal vez refrescara mañana, qué bueno sería eso.

El gordo volvió a salir.

-Bueno, querida, adiós, adiós. No, no me acompañes, te dejo, adiós.

Y se fue, casi corriendo. Subió al auto y arrancó con apuro y el auto saltó hacia adelante. Ella escupió en el suelo y se frotó las manos en el delantal. Glo glo glo hizo el agua. Leña, pensó ella, tengo que ver lo de la leña.

El hombre gordo llegó a su despacho a las nueve de la mañana. A las nueve y diez estaba repantigado en el sillón anatómico diseñado por Oniko Saburo en persona, no por su oficina o su equipo o algún segundón, nada de eso, y sonreía.

Sonreía satisfecho y a su alrededor todos sonreían y él los miraba cara por cara calibrando la mostrada de dientes y el brillo de los ojos.

-No, señores, no -decía-, por supuesto que no la traje conmigo, ¿qué se creen?, ¿que es una mujer como para ponerle el revólver en la barriga y decirle ¡andando!? No, no, no, no es esa clase de mujer, los que entre ustedes la conocen díganme si tengo razón o no.

Murmullos hubo, y hasta palabras en voz baja, de aprobación y asentimiento, que en nada se parecían al glo glo glo ni al chac chac chac.

-Así es, así es-dijo el gordo.

Pausa, dramática pausa:

-Pero va a venir -terminó.

Aquí ya no hubo murmullos aprobadores. – Lo miraron, intrigados de veras.

-Sutileza -dijo el gordo-, astucia, conocimiento de la naturaleza humana, aprovechamiento de las oportunidades que se presentan. Va a venir, señores, les aseguro, va a venir a negociar. ¿Café?, ah, sí, eso es, café, a esta hora cae muy bien un café, venga, m’hija, no, ahí no, aquí déjelo aquí venga, usted es nueva, ¿no?, ya me parecía. ¿Cómo se llama? Vanessa, lindo nombre para una chica linda, gracias, Vanessa, sirva a los señores y puede irse, si la necesito la llamo con dos timbres, ya le habrá dicho mi secretaria, eso es.

Todos hicieron equilibrio con la taza de café en la mano, el azúcar, la cuchara, la sacarina, menos el hombre gordo en su sillón anatómico frente al escritorio. La puerta se cerró suavemente.

-Le dije, claro -siguió el gordo-, que estaba bellísima, lo cual es cierto, aunque habrá que hacer algunos retoques respetando el gusto del público, pero no le dije que la necesitábamos de vuelta, no, eso no -un sorbo de café-, eso hubiera hecho que se cerrara y dijera ¡no! antes de saber de qué se trataba, sin escuchar siquiera. Le dije que no la necesitábamos y que nada teníamos para ofrecerle, nada salvo montañas de dinero, lujo, fama, admiradores. Y que esa nada era más nada frente a su altiva soledad, el ordeñe, la siembra, la cosecha, los animales, el molino. Ah, y el telar.

El gordo sorbió el café y siguió sonriendo. Los otros también. El gordo dejó la taza sobre el escritorio. Los otros la sostuvieron desamparadamente en la mano: ¿era que nunca iba a tocar los dos timbres ese gordo infecto?

-Pero, ah, señores, eso no es todo. ¿Se preguntan ustedes cómo puedo confiar tanto en el resultado, positivo para nosotros, de un par de frases? Es que, en primer lugar, la conozco, oh, sí, después de años de trabajar con ella, la conozco muy bien. Y en segundo lugar, si ha cambiado tanto que ya no es la mujer que conocí, bueno, en ese caso tengo otra carta de triunfo.

Se levantó. Casi graciosamente, porque los sillones anatómicos de Oniko Saburo permiten ese milagro, fue hasta las puertas invisibles entre la boiserie, detrás del escritorio. Las abrió, sacó algo, las cerró, volvió.

La puso sobre el escritorio:

-Qué me dicen, ¿eh?, qué me dicen.

Los otros dijeron algo así como oooh y las tazas de café tintinearon.

-Una verdadera joya -dijo el gordo-, estoy de acuerdo con ustedes. Entré a dejar en su sitio una silla incómoda y dura que había sacado para sentarme, y la vi. Estaba allí en cualquier parte, en un estante entre unos platos ordinarios y una tijera de podar. No dudé un instante. Rápido como el rayo, en medio segundo la tenía oculta bajo el saco. Mírenla. Parece cristal, ¿no?, agua, luz, nada, un reflejo. Y fíjense cómo brilla, fíjense acá, esta arista, aquí donde hace el ángulo, vengan, vengan, mírenla desde acá, ahí, con el sol de ese lado. Eso. Díganme si no es extraordinaria.

-Qué barbaridad -dijo alguien.

¿Sería eso una crítica o una alabanza? Se inclinó por lo segundo: el mundo era un lugar amable y soleado habitado por gentes encantadoras y benévolas.

-De manera que -siguió- si no viene tentada por el cuadro que tracé de la vida que lleva y el de la vida que podría llevar, va a venir a buscarla. Puede vivir sin dinero, sin lujos, sin calefacción, teléfono, televisor, pieles, alhajas, autos y admiradores, pero no va a admitir que la roben. Va a venir. Me pregunto si habrá dormido anoche.

La puerta que se había cerrado suavemente detrás de Vanessa, la chica nueva, se abrió con un estampido. Pegó contra la pared y volvió a cerrarse con otro estampido, pero ella ya estaba adentro.

-Querida mía -dijo el hombre gordo.

Los otros retrocedieron, ella rugió. No dijo nada, no habló: rugió y se abalanzó al escritorio. Tendió la mano izquierda y la retiró y ya no hubo nada que destellara a la luz. Alzó la mano derecha y levantó la azada sobre la cabeza del gordo, pero cuando la descargó él ya no estaba allí, se había metido bajo el escritorio. Ella se rió: ya no rugía, se reía. Con la mano izquierda bajo la capa que la cubría hasta los pies, giró por la habitación blandiendo la azada como un molinete. Los hombres escaparon, las tazas de café cayeron al suelo y el café manchó la alfombra color tiza. Ella empezó a destrozar a golpes de azada los vidrios de los anaqueles; siguió con las miniaturas en los estantes, los cuadros, los tapices, el aparato de televisión y el de música, los ceniceros, las botellas en el bar, los vasos, los botellones, la coctelera, los platos. Volaron los pinches de plata, los cortapapeles, las estatuillas de piedras duras, las jarras de gres. Ella se volvió. El gordo alargaba la mano hacia el teléfono. Cayó la azada y le clavó la mano contra la madera del escritorio. La sangre goteó junto al café, el gordo se desmayó. Ella arrancó la azada y la descargó una y otra vez sobre el teléfono y después sobre el sillón anatómico diseñado por Oniko Saburo y después sobre los vidrios de las ventanas, uno por uno. Y como ya no quedaba nada sano, metió la mano derecha también bajo la capa y se fue.

Costó un montón de plata hacer limpiar la alfombra. Casi hubiera sido mejor comprar otra.

Angélica Gorodischer nació en Buenos Aires, pero desde su infancia reside en Rosario.
Ha publicado: Cuentos con soldados (Ed. Club del Orden de Santa Fe, cuyo premio obtuvo; 1965), Opus Dos (Minotauro, 1968); Las Pelucas (Sudamericana, 1969); Bajo las jubeas en Flor (Ediciones de la Flor, 1973); Casta luna electrónica (Andréomeda, 1977); Trafalgar (El Cid Editor, 1979); Mala Noche y Parir hembra (La Campana, 1983); Kalpa Imperial (Minotauro, 1983), Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara (Emecé, 1985); Jugo de Mango (Emecé, 1988); Las Repúblicas (Ed. de la Flor, 1991); Fábula de la virgen y el bombero (Ediciones de la Flor, 1993); Técnicas de supervivencia (Ed. Municipal Rosario, 1994), La noche del inocente (Emecé, 1996).
Varios de estos títulos fueron reeditados con posterioridad a las fechas que se indican de sus primeras ediciones por otros sellos en la Argentina y en España.

En: Literatura Argentina Contemporánea