Por Guido Eytel
Esa noche andaba como siempre sí, por la calle larga junto al parque, por las callecitas que se vuelven a encontrar con la misma calle larga. Por ahí andaba como siempre yo, porque dijo Aymidiós que en una de éstas voy a encontrar el tesoro, la luz, un anillo precioso que va a brillarme entre los dedos. Dijo Aymidiós, y por eso ando las calles abriendo tarros bolsas y en una noche seguro tengo que encontrarlo.
Esa es la noche distinta de este viejo. Las luminarias luces platean estas calles solas casi siempre, puras neblinas en invierno y sombras por donde camino y me agacho y reviso las bolsas tan renegras. Todos se van, todos se van: las mariposas rojifucsias, verde la falda breve, brevísima, de las esquinas también se van, los guardianes con los dientes afilados miran y se van. Y yo soy una sombra en la muralla, otra sombra del árbol soy en la vereda y no han nacido los ojos que puedan verme, distinguirme. Una puerta soy, una columna. Ni los ojos más ojos pueden verme, distinguirme. Una puerta soy, una columna. Ni los ojos más ojos que ha habido jamás pudieron verme, pero a todos yo los vi, a todos.
Digo esta noche y todas las noches y siempre será éste mi paisaje, pienso. Sobre todo la noche aquí, de los callejones solos solitarios, yo pobre rey también solo solitario, buscando los tesoros papeles, tesoros cartones, tesoro pollo esqueleto para el caldo y una fruta media, casi comida, y unas fotografías que guardo para que sea ésta mi madre, éste mi padre, todos mis hermanos aquí, nunca tuve novia y nunca tuve anillo que dijo Aymidiós ya va a aparecer, brillando como estrella entre mis dedos.
Esta es la dulce patria que yo tengo: al norte no te metas, al sur no cruces nunca, al este no pases, al oeste la muerte te está esperando, dijo Aymidiós. Pero busca la mina de oro, la pepita no más, el anillo y cumplo. Ése era yo anoche, tratando de adivinar en qué bolsa estaba el tesoro. Todas yo no alcanzo a revisar y cuál sería mi desgracia si justo no abro la que traía el anillo para ver el cielo, un pedazo, una estrella, mil luces brillando entre mis dedos negros.
Ése era yo tarde anoche, con poca fortuna en el saco: pan de siempre añejo y un trapo rojo azul. Almohada, pañuelo, sombrero. Ya nadie había, ya la calle no más. Y yo. Y un par de perros.
Ya ni un ruido. Todos, casi todos dormían cuando el auto se arrimó a la vereda y yo más sombra me volví, casi una estatua junto al árbol. Los vi que abrieron la puerta y dejaron caer un bulto junto a la cuneta. Tan suave partió el auto como llegó, sin un ruido, y fui de a poco acercándome. De todo bota la gente, pensé. Muñecas he visto, pero ninguna tan grande. De lejos una muñeca rubia con la falda subida sobre las piernas, un brazo desamparado, la mano palma arriba mirando el cielo oscuro, la cabecita afirmada en la solera. Ya al lado la mancha roja sangre en la blusa me dijo no es muñeca, pero tan linda, mucho más que las otras desterradas, mucho más linda que las otras que revolotean en las esquinas.
Dije voy a llorarla primero de saludo y lágrimas lloré. Junté las manos y oré. Plegarias necesitaban sus pestañas, sus párpados azules, su piel, su rosa roja. Después pensé por qué la botaron, si lo único la mancha, por qué la botaron, cierto. Y me rebelé entonces yo, que tan triste solitario soy y no tengo a quien cuidar. Será éste al final el tesoro que estaba esperando y que Aymidiós me manda. Será, dije yo, ella la brillante, la que todo lo ilumine y toqué su pelo rubio apenas y cierto que brilló entre mis dedos como río chiquitito de oro. Será, dije yo.
Nadie andaba por la calle larga. La tomé suavidulce, eché su brazo largo, su blanco brazo, por arriba de mi hombro y la cabeza también, colgando la melena rubia. Echéla toda al hombro y rápido crucé. Ninguna luz que me atrapara: rápido hasta el parque, rápido, escondido entre las matas y las flores, rápido, rápido pero cuidado, no vaya a lastimarse. Miro, corro, miro. No esta el guardiazul ni las parejas están sobre el rocío. Nadie, a esta hora nadie. Puedo dejarla escondida entre las flores blancas, sobre el pasto húmedo apenas, casi nada mojado. Puedo ir y mirar por la otra calle larga. La noche no termina y una luz roja, allá a lo lejos, vive y muere. Nadie más. Aquí está el río y nuestra casa. Vuelvo.
Otra vez eché su largo brazo blanco, su amarillo pelo sobre mi hombro. Tierna cayó la cabeza, mis manos tomadas de sus piernas, y ella parecía comprender, aunque no conocía el camino. Miré otra vez la calle larga y ni una luz, sólo a lo lejos. Crucé corriendo y la afirmé sobre la baranda. Yo conozco, yo sé. Cada piedra puedo pisar de noche y nadie más. Hoy será más difícil con ella otra vez sobre mi hombro. Pisé firme la piedra y bajé. Ella se dejaba llevar y no tenía miedo porque yo estaba con ella y la cuidaba.
Difícil fue. Una sola vez se golpeó contra las piedras. Rozó el brazo y la cabeza. Firme la tomé. No se fuera a ir como la que vi una vez pasar por el río, vestido azul, despidiéndose con la mano, subiendo y bajando la cabeza, qué rápido pasó. Y la miraban desde el puente y nadie le respondió, pero eso a ti no te va a pasar.
Difícil fue. Todo pensando no más en las piedras que piso y sujetándola firma. Falta poco aguanta, le pedí, y Aymidiós de las piedras y el agua también nos ayudó seguro porque pude pisar al fin el fondo, la tierra piedras junto al río donde tengo mi casa que será la tuya.
Hasta ahí la llevé. La anidé en el mejor lugar y bajo la cabeza le puse el trapo rojo azul. Le ordené el pelo, la peiné, le saqué la blusa blanca y fui a lavarla mientras ella, mi amor, ella dormía. De rodillas metí la blusa al agua. La costra era casi negra ya. Algo se deshizo y se fue con el río. Vi las aguas hacerse un poco rojas, la camisa blanca rosada se volvió y supe que la noche estaba por irse porque se estaba poniendo la capa claror de la mañana.
Volví. Aymidiós, mi padre, qué linda era viéndola mejor. Apenas un rasguño donde la piedra y tan tranquila parecía: los hombros redondos suaves y los dos montoncitos sin nada y casi al medio, justo abajo, una fea roja boca negra que quise limpiar pero no pude. Le puse la blusa y fría la sentí. Saqué mi abrigo y la abrigué. Sigue durmiendo, le dije, sigue durmiendo y busqué palitos, leña busqué por las orillas y le encendí el fuego para cuando más tarde. Coloqué el tarro con el agua y dormí también y parece que soñé. Vivía conmigo y se quedaba, reina de los cartones de mi casa, sacaba el agua del río y lavaba las piedras. Casi al terminar la noche me esperaba. La mano suya cariños me hacía en la espalda y yo de regalo le traía un anillo y gotitas de oro brillaban en su dedo.
Así me desperté, con el sol pegándome en los ojos. Miré hacia arriba y los autos vi pasar por el puente, vi la gente apurada pasar y una mujer mirando por qué tan triste hacia la otra orilla.
La mía fui a ver y dormía casi blanca, casi azul. Hice lo del sueño: la boca puse en su pelo, lo más suave que he vivido, y en su cara también puse la boca y la pobre estaba fría. El sol ya se asomaba, quería calentar, y esto hice: con cuidado le saqué la ropa, le recorrí los caminos azules con el dedo y dije yo mejor la arrastro para que nadie nos vea, y la puse a pleno sol entre unas piedras grandes. Me quedé mirándola y rezándole. Después al lado suyo me acosté, sin taparle para nada el sol, y le dije, le susurré, mira, toma mi viejo calor que tengo guardado, y quise que ella lo sintiera, adentro suyo metí mi calor pero nada, ella tan así de fría como las piedras de la noche y fui resbalando, llorándola y llorándome, resbalé cansado y cara al sol me quedé, con su blanca mano en mi hombro. Así parece que volví a dormirme.
Desperté no más al rato. Un ruido sé que fue. Afirmé el codo en la piedra y un grito sentí en el puente y miré. Un hombre era el del grito y me señalaba con su dedo. Fueron entonces gritos y más gritos y la gente que corría, se apretaba contra él y nos miraba. Quise taparla otra vez con mi abrigo cuando los ladridos sentí. Los guardias vi que venían corriendo y ni siquiera alcancé a pararme cuando uno me dio con un palo en el brazo y otro un palo en la cabeza. Pobre mi espalda, pobre mi espinazo, pero no lloré de dolor, mi reina, lloré de pena cuando te taparon con plástico verde y como un saco te agarraron te subieron hasta la calle larga y la gente que corría quería pegarme y matarme, pero los guardias me subieron al patrulla y me llevaron al calabozo y me pegaron y me gritaron todo el día dónde está el cuchillo dónde está, y yo nada, no sabía, y me siguieron pegando y gritando hasta que por fin apareció, rojo de sangre, el mismo cuchillo de mi pobre casa, la mala suerte mía. Eso fue lo que me dijeron.
Guido Eytel
El narrador y poeta Guido Eytel nació en Temuco (Chile), en 1945. Sus textos han sido incluidos en varias antologías editadas en Chile, España y Alemania, como El cuento chileno actual, 1950-1967 (1967); Narradores chilenos (1973); Der Man mit der Rose (1983) y Geografía política de Chile (1995). Ha publicado las novelas Casas en el agua (con la que obtuvo en 1998 el Premio Municipal de Literatura de Santiago y el premio otorgado por la Academia Chilena de la Lengua), Sangre vertió tu boca (1999), y el conjunto de cuentos Puestos varios (2006).
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…