Y GOYA PINTABA SU LIENZO…
Por Rafael Ramírez Heredia
Desde el momento de abrir los ojos, Orfi no había dejado de sentir la punzada del miedo que, terca, se clava en el vientre siguiéndolo a cada momento hasta que, urgido por Cole, se metió al baño para tomar una larga ducha que no deseaba abandonar pese a los reclamos del ayudante quien, arropándolo con amplia bata, dijo:
-La experiencia es el mejor remedio a las inquietudes.
Orfi miró a Cole sin decir algo, éste continuó hablando del tiempo que faltaba para salir y que ninguna nube oscura atropellaba el aire. El artista no contestó, su mano antes quieta daba giros sobre lo rasposo de la barba.
-Prepara todo con mucho cuidado, no podemos repetir lo de Sirá -dijo Orfi con cuidada lentitud, mientras movía las manos, quizá tratando de que Cole pensara sobre lo sucedido semanas antes.
Este midió los objetos y minucioso repasó sus puntas finas, la voz de Orfi repetía lo de con mucho cuidado. El ayudante extendió los objetos para calcular el espacio entre las manos. Los movió -con mucho cuidado, insistía Orfi- con mucho cuidado pero con la necesaria fuerza para comprobar su peso y con ello el esfuerzo que el artista necesitaría para detener los golpes.
Orfi, cubierta la parte baja del cuerpo con un ropón dorado, llegó a la ventana para mirar hacia abajo. Lo blanquecino de las avenidas anchaban aún más el panorama. Desde su sitio veía el veloz desfilar de los autos silenciosos, lejanos, neutros en ese panorama sin vegetales. Si Orfi hubiera tocado las clavijas intentando abrir la ventana, el ruido de las alarmas y las voces de los megáfonos le hubieran repetido: cierre la ventana, cierre la ventana, y él no deseaba romper el silencio de la habitación apenas adornada de la luz tímida del exterior.
Nadie ni «ellos» transitaban por las aceras vacías de verdes. Lisas, planas, alargadas. Sin adornos. Sólo, en ocasiones, si Orfi fijaba bien la vista, desde la ventana se podía observar el resplandor de «ellos» en las casetas disimuladas entre los bajos de los edificios.
Su vista siguió el camino que más tarde recorrería rumbo a la colina T-U. El viaje sería más allá de ese promontorio, en la parte contraria, después de tres garitas y dos controles, eso no tenía vuelta, ¿cuántas veces ha recorrido ese mismo camino en los últimos tiempos? Innumerables -aunque quizá Cole sí llevara el conteo exacto- De lo que estaba seguro de que en cada viaje el miedo era igual de intenso que el anterior, como intenso lo era desde el momento de abrir los ojos.
Sólo los mejores regresan -decía Orfi y el artista contaba en las mañanas posteriores a los encuentros la ausencia de quien le decían Rizo, o ese otro conocido como el del atuendo morado, o el que se hacía llamar Itaa, seres como él que iban dejando sus lugares a los que creían que con valor o arte brincarían las trampas de «ellos».
La posada era de muchos pisos y la habitación de Orfi estaba en el vigésimo, él nunca supo si «ellos» los dividían por oficios, porque era inútil hacer preguntas, alguien, quizá Cole, dijo que como nosotros sólo un centenar, y al recordarlo Orfi pensó que el plural en ese caso era abyecto porque los del oficio de Orfi era ese centenar sin que los ayudantes, como ese somnoliento Cole, contaran en la estadística de la supervivencia.
Cole sigue preparando los arreos mientras explica lo necesario que Orfi marcara mejor el tercer tiempo y así no darle al enemigo la oportunidad de saber cuál es el punto débil del artista.
-Déjalo que se crezca, consiéntelo, témplalo, ahí es donde está el secreto- aún cuando para el artista el verdadero secreto era irrevelable, posiblemente un pálpito, un sexto sentido, un querer retener la sensación tan profunda que lo obligaba a enfrentarse a «ellos» sin cambiar su condición de artista, sabiendo que su estancia, es decir, su permanencia en el piso 20 de La Posada, se debía a la calidad de su trabajo, al devenir de sus pulsaciones y a que en efecto, era su temple el burlador de la mortal búsqueda.
Orfi consultó al tiempo de mirada luminosa y empezó con el ritual de vestirse. Él nunca ha dejado de apreciar la ceremonia y no se opuso a que Colo lo ayudara cuando en realidad podía hacerlo solo. Dejó que el mozo lo arropara hasta que la carne le picó con los amarres del traje recamado en metal brillante. Al terminar se miró, se admiró -se dijo- frente al espejo. Sin dejar de verse pidió a Cole llevara la caja. Con respeto el ayudante colocó sobre la mesa de noche la caja. Después, en una operación lenta como suspiro, sacó del interior el objeto redondo, liso, sin brillo, duro como lágrima sin vida. Orfi se irguió frente al objeto, cerró los puños y los colocó -el izquierdo sobre el hombro derecho y el derecho en el lado contrario- y bajado la cabeza mantuvo esa posición por varios minutos, mientras, las cuerdas del silencio punzaban la amplitud de la habitación en el piso 20.
Cole le indicó que era el momento. Orfi se asomó por última vez a la ventana y al tocar los bordes el recuerdo de las voces en los megáfonos obligó a separar las manos del vidrio. Cole abrió la puerta y el artista, desde el fondo de la habitación, supo de la gente que lo esperaba en los pasillos para desearle suerte. Él salió dando las gracias, con paso lento, meciendo el cuerpo sobre sus piernas, avanzó hasta apretar los párpados y el botón para llamar al elevador. Orfi dejó en blanco el pensamiento y ya la puerta se abría para asentarlo en la orilla de la brumosa, blanquecina calle.
El auto de color especial («Ellos» son los únicos que pueden usar el color que les plazca) los esperaba en la puerta. Cole miró el tiempo en la muñeca y algo dijo en cuanto a la prisa. Orfi pensó que aun descuidándose «ellos» no podría tomar un camino diferente porque después ¿a donde iría? Siempre se tiene que llegar a una de las pocas Posadas y entonces sus fibras serían analizadas, su olor captado, su peso medido, el iris de sus ojos verificado, y los magnavoces gritarían que alguien extraño a esa Posada se estaba refugiando sin el casi imposible de conseguir permiso.
El auto de color especial tomó rumbo a la viacanal izquierda. Los resplandores en las garitas indicaban a los dos hombres que «ellos» vigilaban su camino. Orfi pensó sin rabia, que las otras personas de la Posada estarían esperando la oscuridad pero no para ver si regresaba a su piso 20, porque la noche era signo de cambio a serles repartidas por «ellos» las pastillas extras y dejar que las mujeres de slacs abrieran las cremalleras sin que los magnavoces rompieran el silencio.
El auto alcanzó la velocidad de crucero, al frente se abría la viacanal ancha y blanquecina. Orfi se recuesta en el asiento, sus manos van por los pliegues del vestido que en mucho recuerda al usado por sus antepasados. Cole habla y sus palabras se pierden en la suavidad tensa del artista que siente el repiquetear en el estómago. El auto de tinte especial tiene libre el acceso. Cole sigue recitando actos precautorios y Orfi sabe que cada vez están más cerca.
La mole de acero se perfiló en medio de una llanura, el auto disminuyó la velocidad para entrar por las puertas anchas. Atrás de ellas la gente que prestaba los servicios se arremolinaba tratando de ver de cerca al artista. Orfi nunca pudo entender la razón por la cual «ellos» no sustituían a esos servidores. ¿Para recordar el pasado de la especie? ¿»Ellos» serían incapaces de la globalidad?
El lugar cambiaba de color sin que Orfi y su ayudante entendieran la razón o el momento del cambio, hacia años que no buscaba la razón de la variedad de colores. Caminaron por los pasillos ya conocidos hasta llegar al túnel perforado por la oscuridad. Después de entrar el artista se sentó en un taburete, Cole cerró la puerta para dejar a Orfi en la soledad del silencio amarrando los recuerdos.
Espera el sonido de la música. Las ganas de orinar regresan de nuevo. La saliva envuelve a la goma de mascar y poco a poco el agua de la boca se empezó a ir dejando a la goma como pez en la arena. Los peces, los que miraba en las pantallas de su piso 20. Música, ¿llamaría música al sonido que espera? Cole, ¿qué haría Cole en los momentos anteriores al inicio de todo? El pez, ya estaba el pez en la boca. Él sabe que debe enganchar las puntas de sus arreos en el agujero que se pinte de rojo. Es difícil, muchos son los pequeños boquetes y mochos los colores que cambian, se moverán incesantes por cada uno de los miles de orificios en el pecho de aquel de «ellos» que sea el escogido. Con una de las puntas que entre en el hoyo de color rojo será suficiente para hacerlo regresar con bien al piso 20. Pero no es solo arponear el rojo, deberá hacerlo con la gracia de su cuerpo, con el sentimiento de burlar el engañó, con el donaire de sus antepasados, ahí está la diferencia, «ellos» no tiene nada que cuidar, su historia es mínima, y la de Orfi no, él es de sueños, sí, pero sobre todo de recuerdos que se ahogarían de terminarse el tiempo, y de no lograr su objetivo entonces el de los agujeros multicolores tomará el lineal objeto metálico y lo pondrá de adorno en la espalda del artista y «ellos» lo dejarán abandonado con el manar de la poca sangre que aun queda en el planeta.
Las puertas se abrieron y Orfi vio el escenario similar al de sus antepasados, con majeza caminó hacia el centro del ruedo aguardando que de las orillas se desprendiera el otro que esperó pasivo la embestida del artista quien vio como ráfaga el color rojo en uno de los agujeros del pecho del contrario y trató que la punta de arreo se clavara en el salvador hueco rojo, pero cuando hizo contacto el rojo había desaparecido. La burla fue coreada por «ellos» con ese su ruido al que nunca Orfi se había acostumbrado.
El artista se revolvió con furia. Desde los burladeros Cole le pidió calma, y el otro, el de los orificios de colores, citó de nuevo. Orfi, de reojo, miró el marcador del tiempo que colgaba en lo más alto de la construcción redonda. Quedaban aun unos pedazos de tiempo. Otra embestida de nuevo sus arreos quedaron solos en el aire, levantados, oteando los remaches del contrario. Una embestida y otra más y un fallo al igual que otros. Los sonidos de «ellos» eran a cada momento más altos como si previeran el fracaso del artista. La voz de Cole se enredaba en los pensamientos de Orfi: témplalo, consiéntelo, y los encuentros se daban sin que los arreos entraran al agujero rojo y el tiempo camina y la ración de metal cuelga ahora inofensiva cerca de la división de madera y de no alcanzar el momento entonces él no regresaría a la Posada, se iba a quedar ahí, en el círculo, con su sangre poniendo color al piso.
Orfi tiró el golpe al color azul, el cambio seguro se realizó durante el viaje de su mano, porque al llegar al pecho de metal, el color rojo apareció. La punta del arreo se incrustó jalada por mil imanes. Aun conociendo el suceso, las chispas, luces y sonidos lo aturdieron. El contrario inició el descenso. Orfi supo que una vez más había ganado. Los de metal ofrecieron ruidos agudos. Cole abrazando al artista lo arrastró hacia la salida, al auto de color definido, a la viacanal, la colina T-U, llegarían a la Posada, escucharían los saludos para después entrar en la soledad de la habitación en el piso 20, donde Orfi espera que Cole tome la caja y la ponga con suavidad en la mesa. Los dos la miran el objeto alargado como embarcación antigua, sin hablar, los hombres cierran los puños, los cruzan contra los hombros contrarios, esconden la cabeza entre los brazos para pedir que el próximo tiempo, Orfi no sea sorteado para ir de nuevo rumbo a la colina T-U.
Abajo del piso 20, dejando ver sus fulgores en las garitas, las máquinas esperaban.
Fuente de origen: Ficticia
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…