Caminaba un poco encorvado
Por Juan José Saer
En 1985, el exilio debe ser repensado en el marco de una nueva situación planetaria. En términos generales, los vastos desplazamientos humanos como consecuencia de terribles sucesos políticos han ido modificando demográficamente no pocas regiones del planeta. Por esa razón, es notorio que la consideración de situaciones individuales puede servir solamente para observar el efecto que el exilio produce en la praxis de ciertos individuos, en este caso escritores o artistas. Tomar como paradigma a un individuo sería absurdo, tratándose de un fenómeno que en buena parte es consecuencia de un desprecio evidente por el individuo. Pero lo genérico de la condición de exiliado no debe ocultar lo específico de la condición de escritor. Y tal vez lo que es válido para un escritor en exilio no lo es para todo exiliado.
De las ventajas que el exilio ofrece a un escritor, la más importante sin duda es la relativización de la propia experiencia, individual o colectiva. Narcisismo y nacionalismo sufre, gracias al descentramiento y a la distancia, un rudo golpe. En ese sentido, podemos considerar el exilio como un nuevo avatar del principio de realidad.
La readaptación puede dar una ilusión de óptica y hacernos creer que existe el exilio voluntario. Pero es una noción falsa. Ningún exilio es voluntario: cuando se pasa de un lugar a otro, creyendo tomar libremente una decisión, las razones del cambio han sido tramadas por el mundo antes de que el sujeto las actualice. La distancia ya existía antes del alejamiento, la ruptura antes de la separación. Que la partida se verifique o no es secundario. En todo caso esa partida no es más que la conclusión práctica y puramente anecdótica de una contradicción ineluctable.
Respecto del país natal, el extranjero es una especie de limbo, y una suerte de observatorio también: es evidente que, después de cierto tiempo, el escritor exiliado flota entre dos mundos y que su inscripción en ambos es fragmentaria o intermitente. Si la complejidad de la situación no lo paraliza, esa vida doble puede ser enriquecedora. A un argentino, particularmente, en cuyo país una de las contradicciones principales de la cultura reside en la oposición nacionalismo- europeísmo, el doble campo empírico le será útil para comprobar lo injustificado de las pretensiones nacionalistas y al mismo tiempo desmitificar la supuesta infalibilidad europea.
Pero claro, no todo es provecho intelectual. Tiempo, espacio, carne, memoria, experiencia, muerte: todo esto, que es materia común a todos, en la situación del exilio cobra un sabor particular. Así se confunden espacio y tiempo, geografía y pasado, muerte y distancia; por momentos, se pierden el sentido y la plenitud de lo vivido.
Para el joven Joyce, las tres armas del escritor perdido en la penumbra del extranjero, debían ser “el silencio, el exilio y la astucia”. Ese programa nos da una idea de enfrentamiento, de soledad, de separación. En Mínima moralia, no pocos de los fragmentos de Adorno describen el mundo de los emigrados alemanes en Estados Unidos como agobiado por el peso de muchas amenazas –internas y externas.
Y los rastros del principio de realidad se inscriben en nuestro cuerpo. Dante, el gran desterrado, era, como es sabido, grave, sarcástico, amargo, un poco altanero. El exilio coincidió con su gloria –hasta los que lo amenazaban de muerte lo respetaban, y, fuera de Florencia, los poderosos se disputaban al huésped ilustre quien, por otra parte, no dudaba de su superioridad terrena ni de su investidura divina. Pero, según nos lo describe Bocaccio, “tenía un rostro melancólico y pensativo” y, cuando alcanzó cierta edad, que por otra parte no era mucha, “caminaba un poco encorvado”. (1985).
En: Juan José Saer. El concepto de ficción. Buenos Aires: Seix Barral, 2004.
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.